Manchas

Con el título Los nombres y las manchas. Escritos sobre arte (Galaxia Gutenberg) se acaba de publicar una antología de textos sobre artes visuales del escritor salmantino José-Miguel Ullán (1944-2009), uno de los mejores poetas españoles de las últimas décadas. El bello rótulo de esta compilación, de cuya edición se ha encargado Manuel Ferro, define a la perfección, actualizándola, la fórmula clásica de ut pictura poesis, que, desde un tiempo inmemorial, anudaba la íntima complicidad entre la imagen artística —“poesía muda”— con la poesía —“pintura hablada”—. La actualización de este nudo entre las artes visuales y la literatura de, en efecto, muy antiguo cuño viene urgida por el ensanchamiento moderno del horizonte artístico, cuya indefinida ampliación nos obliga a usar, para su redefinición, vocablos muy esenciales y etéreos, como precisamente “nombres y manchas”. Sean como sean, estas palabras tienen mucha enjundia, como así nos recalca la religión cristiana al advertirnos que nacemos con la mancha del pecado original, que ha de lustrarse con la ceremonia del bautismo, e insiste en ello el pagano Bataille, extrapolando la cuestión de nuestra naturaleza maldita al terreno del arte, al afirmar que “cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha”.

Por otra parte, un artista simpar de las palabras, que asimismo fue uno de los más avezados críticos de nuestra época, Baudelaire, al tratar de explicar qué era para él la crítica de arte, dictaminó que esta debía de ser “poética, parcial y política” y, en última instancia, que la mejor crítica debería ser “un soneto”. Desde luego, él fue un magnífico ejemplo de lo que predicaba, pero ha habido otros muchos a lo largo de la historia y, en especial, durante nuestro mundo contemporáneo. Tal fue el caso de José-Miguel Ullán, que escribió mucho sobre el arte, tanto como tal poeta en Manchas nombradas (1984), un libro que prologó Antonio Saura, como en esta nueva recopilación de textos en prosa sobre arte de titulación afín. Mas lo “prosaico” de Los nombres y las manchas soterra, aunque no anula, la visión poética de Ullán, siempre presente, pues en cada diálogo que emprende con cada artista desentraña, con maravillosa discreción personal, el aliento poético correspondiente que habita en todos ellos. Hay, en este sentido, piezas magistrales, como las que dedica a los mexicanos Álvarez Bravo, Frida Kahlo, Vicente Rojo, Juan Soriano o José Luis Cuevas, pero también a varios españoles, como Luis Fernández, Antoni Tàpies, Eduardo Chillida, Xavier Valls, Alfonso Fraile, José Manuel Broto, José María Sicilia o Zush, por citar sólo a los más conocidos o sobre quienes volvió con mayor insistencia. Aunque la nómina de los antes nombrados es suficientemente elocuente para revelar el gusto y la sensibilidad de Ullán, lo que más nos asombra al respecto es, en efecto, no obstante, ese sutil tratamiento literario con los que desnuda el alma de cada uno de ellos, encarrilando sus voces, dándoles la forma más ajustada y honda. Son auténticos retratos de quienes fueron y de lo que hicieron, sin más interferencia que la de ese su encauzamiento más eficazmente veraz.

En este sentido, claro que los textos de Ullán son muy útiles desde un punto de vista documental, pero sin caer jamás en lo forense. Palpitan con cada vida y obra escrutadas: son testimonios irrefutables de lo más artístico de cada artista, como suele hacerlo quien, a su vez, lo es. Porque, a la postre, Ullán, como buen poeta, sabe que el arte es la única interrogación pura restante frente a lo indeclinablemente ignoto, y que sólo, en esa porfía de encadenar preguntas, el ser humano mortal puede hallar, entre manchas, la ocasional revelación de un atisbo de eso que llamamos verdad.