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El héroe del barrio

"Parece que se ha ido, pero no es cierto". Cuentan que Mario Moreno Cantinflas seleccionó esta frase -hace casi diez años- para su epitafio. Listo como era, se autodefinió. No sólo porque, al haber sido el más importante cómico cinematográfico en lengua castellana -otros, como Luis Sandrini o Tin-Tán, se quedaron en mucho menos-, permanecerá para siempre como el alma de un buen puñado de entrañables películas, de entre una cincuentena no siempre memorable. También porque lo que la sentencia tiene de retruécano le cuadra al discurso intencionadamente incoherente de los mejores momentos de su personaje.Su pelaíto de calzones caídos abusaba de ternurismo y rebosaba de intenciones populistas, pero estaba matemáticamente construído, y, sobre todo, correspondía a una realidad: su figurilla, patética, contoneándose bajo los farolillos de una corrala, tenía el poder de evocar siempre una melodía de arrabal. Desde el gran éxito de Aquí está el detalle, y, sobre todo, a partir de su fecunda -al menos, prolífica- asociación con Miguel M. Delgado, Mario Moreno accedió al máximo honor que puede alcanzar un cómico: que la gente fuera al cine sin saber el título de la película, sólo porque echaban "una de Cantinflas". Para mucha gente, su nombre está inevitablemente asociado a programas dobles en cines de barrio, a bocadillo de tortilla y refresco de gaseosa. Gozó de gran popularidad en España en los tiempos duros de la postguerra: su cháchara implacable desmontaba la retórica de leguleyos y paniaguados oficiales. Cantinflas odiaba a los caseros, a los acreedores, a los señoritos calaveras que se aprovechaban de las chicas decentes -de las que se enamoraba en silencio- y a las ricachonas. Por el contrario, defendía a los débiles, estaba a favor de la alfabetización sui generis, tenía la fe del carbonero y siempre ayudaba a colocar farolillos en las verbenas del patio.

Más información
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Refugio de criadas

Era el héroe del barrio, refugio de criadas, reparador de honras, enamorado humilde, portador de los valores eternos del pobre. Consecuentemente, en la vida privada hizo de la filantropía calculadamente filtrada a la prensa en frecuencia de onda humilde, una bandera a lo Eva Perón.

Con el paso del tiempo, sus películas se reblandecieron y su postura insolente ante el poder establecido fue convirtiéndose en ternurismo decididamente conformista: mostraba un mundo en donde hasta los ricos tenían su corazoncito. Y, simultáneamente, se totemizó. De homenaje en medalla y de condecoración en galardón, el pelaíto se convirtió en un estereotipo; y sus caridades, en punto de referencia turística del México lindo: como si fuera la cruz de la mala oficial, María Félix.

Hollywood le buscó para que hiciera de subcharlot blandengue e hispano en Pepe, y fue un Passpartout improbable pero inolvidable en La vuelta al mundo en 80 días, fantasía faraónica que enterró -literalmente- al productor Mike Todd y se convirtió, con el tiempo, en un clásico. Para entonces, ya Cantinflas había retrocedido y ocupaba su lugar un señor muy rico, muy caritativo y muy proclive a pronunciar frases para la historia. Pero el pelaíto vive aún en las sesiones dobles de los cines de barrio, pequeño héroe urbano cuya camiseta huele a enchilada y a cebolla.

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