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Columna
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Fotografía de la exactitud

Las fotos de Irving Penn tienen una fuerza material cercana a la de la pintura, de una perfección inflexible pero limpia de frialdad o de amaneramiento

Antonio Muñoz Molina
'Niños de Cuzco' (1948), fotografía de Irving Penn expuesta el Metropolitan.
'Niños de Cuzco' (1948), fotografía de Irving Penn expuesta el Metropolitan.

La posteridad ha empezado muy pronto para Irving Penn. Murió en 2009, a los 92 años, y este verano el Metropolitan de Nueva York le dedica una gran exposición con motivo de su primer centenario. Irving Penn ha sido nuestro contemporáneo, pero nos da la impresión de que vivió en otra época, quizás porque sus fotografías más conocidas irradian un sentido de la belleza, de la dignidad, de la concisión expresiva que no parece muy propio de este tiempo nuestro. Nosotros vivimos en un atolondramiento de imágenes digitales que se multiplican lo mismo en las pantallas mínimas de los teléfonos móviles que en las de los paneles publicitarios de las calles, de las estaciones, de los andenes del metro. Irving Penn tomaba sus fotos con una Rolleiflex de gran sofisticación mecánica, no apta para la rapidez ni la improvisación, y luego las revelaba él mismo según un procedimiento ya en época anticuado que se basaba en el uso no del nitrato de plata, sino de platino. Era un método que le permitía gradaciones más sutiles de tonos y pormenores más exactos, pero que exigía mucha destreza y mucha paciencia.

A la agudeza visual y al sentido inmediato de la composición de un fotógrafo, Irving Penn añadía la concentración y la perseverancia de un grabador. Trabajaba con la iluminación diurna y también con la oscuridad: en la presencia del modelo y en la soledad del cuarto de revelado. El resultado, en sus fotos, miradas de cerca, en las copias que él mismo hacía, es de una fuerza material cercana a la de la pintura, de una perfección inflexible y sin embargo limpia de frialdad o de amaneramiento. La lentitud y la máxima concentración del proceso se corresponden con una economía extrema, un concienzudo despojar tanto la imagen como el modelo de todo aquello que no tenga una justificación expresiva. En París, a finales de los años cuarenta, Irving Penn no tomaba sus fotos de moda para Vogue en escenarios palaciegos o exóticos. Alquiló un estudio en un viejo edificio sin ascensor, con un gran ventanal orientado al norte, y colgó en él un telón gris de teatro.

No había focos, ni esos despliegues y aparatos que acarrean ahora como porteadores los fotógrafos o sus asistentes, y que a mí me hacen acordarme de esas gigantescas baterías que usan las estrellas del rock con el objeto de producir mejor sus ritmos machacones. Estaba la modelo, el vestido, el fondo áspero y gris del telón, la rara luz blanca de París. Irving Penn fotografiaba a las modelos como a pájaros quebradizos y exóticos, como un ornitólogo de la belleza femenina y de los plumajes y las formas florales de la moda. Hay un éxtasis botánico en sus modelos vestidas con trajes de Balenciaga, una liviandad de vuelo inminente en sus perfiles de mujeres con sombreros de los años cincuenta que sostienen cigarrillos o copas de vino. Cuando retrató a Audrey Hepburn es como si al cabo de muchas vueltas y tanteos hubiera encontrado la presencia humana, la clase de belleza y estilo que llevaba muchos años queriendo precisar.

Fotografiaba a las modelos como a pájaros quebradizos y exóticos, como un ornitólogo de la belleza femenina y de los plumajes y las formas florales de la moda

Pero Irving Penn era una de esas almas sin sosiego que nada más lograr algo ya están apeteciendo lo contrario, que se desprenden de una maestría largamente perseguida en el momento en que la alcanzan: por aburrimiento, por recelo de sí mismos, por pura curiosidad indagadora. En 1950 fue a Lima para unas sesiones muy bien preparadas de fotos de moda, pero nada más terminarla viajó por su cuenta a Cuzco y tuvo la ocurrencia de alquilarle su estudio durante una semana a un fotógrafo local. Unos días antes estaba retratando a las mujeres más pálidas y más esbeltas y mejor vestidas del mundo. Ahora sus modelos eran los indios de los alrededores de Cuzco que venían a la ciudad a hacer compras o a vender sus mercancías modestas, o a trabajar en ella como cargadores. Con sus caras oscuras, sus rasgos quemados por la intemperie, sus ropas tradicionales o solo menesterosas, sus sandalias rudas, sus pies descalzos, esos indios de Cuzco tienen en las fotos de Irving Penn una dignidad solemne, una elegancia en la manera en que visten sus ropas pobres como harapos que nos impresiona más que las poses profesionales de la moda. Las modelos posan mirando al vacío, a la lejanía. Los campesinos de Cuzco miran a Irving Penn a la cara, erguidos frente a la cámara, intrigados y también temerosos, hombres y mujeres, niños que se toman de la mano, madres descalzas con un niño en brazos, extraños celebrantes de carnaval con máscaras como calaveras.

En cada caso, la austeridad de medios resalta el misterio de la presencia humana, las formas tan variables en las que el carácter, la cultura, la clase social, la entera relación con el mundo se manifiestan en la ropa, y también en las herramientas o los objetos que son la prolongación orgánica del cuerpo. A Irving Penn se le asocia sobre todo con la lujosa molicie de las fantasías de la moda, pero algunas de sus mejores fotografías son las que retratan a las personas que viven o que vivían de un oficio, los trabajadores manuales y al mismo tiempo muy especializados que ejercían una admirable meritocracia popular: un pescadero tan rotundo como un comerciante en un cuadro holandés, con su mandil y su pescado en una mano, con camisa y corbata; un carnicero de sonrisa inquietante, ya que en una mano lleva un hacha y en la otra una sierra; un desatascador de alcantarillas de Nueva York, un limpiador de cristales de Londres, un camarero de París, un trapero con su saco al hombro, un buzo con su escafandra como un casco glorioso a sus pies. En cada uno de ellos hay algo que ahora parece olvidado, el orgullo y la fatiga del trabajo material, el sentido de identidad personal que se deriva del dominio de un oficio. Cada trabajador en los retratos de Penn lleva su herramienta como llevan los apóstoles en la pintura antigua el instrumento o el símbolo que los identifica.

Pero de todos esos retratos de oficios, el que yo prefiero es muy posterior, y en él Irving Penn lleva al límite su concisión: es una mano abierta, oscura, con la piel muy tensa, con los dedos largos como patas de araña, el dedo corazón curvado, como pulsando algo invisible. Ni la cara ni la trompeta de Miles Davis aparecen en la foto, pero no hace ninguna falta.

‘Irving Penn: Centennial’. Museo Metropolitan de Nueva York. Hasta el 30 de julio.

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