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música

“No haré ‘cocacola’ con la música como Karajan”

El pianista Arcadi Volodos persigue la genialidad en las obras de madurez de los compositores. Acaba de grabar un disco con piezas de Brahms

Jesús Ruiz Mantilla
El pianista Arcadi Volodos.
El pianista Arcadi Volodos.marco borggreve

Ocurre a menudo en el repertorio de algunos grandes músicos que lo último es lo primero. Es el caso de Beethoven, Schubert, Brahms, por ejemplo. En los trabajos que todos ellos nos legaron cuando andaban más cercanos a la muerte dejaron un buen itinerario de misterios, audacias, deslumbramientos.

Arcadi Volodos (San Petersburgo, 1972) lo sabe bien. Esas últimas etapas de los tres compositores mencionados son para él, además, una especie de presente continuo. No sólo como mera conjugación. Como ley de vida. Le pasa con Brahms y sus Intermezzi, que acaba de grabar en un disco tan personal como exquisito.

No es Volodos un músico de lugares ni sonidos comunes. Tampoco de verborrea ni dado a los camelos. Ha sido un gran tímido a quien la cerrazón no ha permitido muchas veces romper las barreras que su talento justamente merece. Ahora se siente distinto. Más abierto. Más expansivo. Su hija de tres años lo ha devuelto en cierta manera al seno de una intensa alegría. Vive con ella y su pareja en Madrid. “España es uno de los pocos países en los que compruebas que la gente se alegra cuando ve un niño por la calle. Y eso es importante para mí”, dice Volodos.

Aquí se formó también. Fue alumno que dejó estela en la Escuela Reina Sofía, ese lugar al que, de la mano del maestro Dimitri Bashkirov, entre otros, le llovieron los rumores y la ciencia de buena parte de la tradición pianística rusa a principios de los años noventa. Y de su futuro; entre ellos, Volodos. “Los genios están por encima de las escuelas. Los rusos negamos su existencia, yo creo que para aumentar su valor. La escuela para mí representa algo abstracto, un espacio que cuando abandonas se instala dentro de ti”.

La música de los genios en la etapa final de la vida dice cosas tan profundas que para alcanzar su significado debes tocarla sin descanso

Y con el que de alguna manera sigue comprometido. Especialmente en los últimos años. “La paternidad me ha cambiado en ese sentido. La percepción es otra. Me empuja a ayudar a los jóvenes, sobre todo a esos con talento y timidez. Hoy, todo en este mundo resulta muy difícil para ese tipo de gente. Los que dudan tienen talento. Pero si son tímidos, no rompen la barrera de los concursos y se quedan anclados. Necesitas los nervios de un caballo de batalla para enfrentarte a eso. No veo a Chopin pasando competiciones. Y los que lo tienen claro, suele ocurrir que gozan de menos dotes artísticas”.

A él, en cierta manera, le ocurrió. “Al principio de mi carrera tuve un arranque bestial. Fue en 1996. Toqué para un agente de Sony y firmé al día siguiente. En dos o tres meses me tocó sustituir una cancelación de Martha Argerich en el Carnegie Hall, con Seiji Ozawa, por ejemplo. Nunca estamos preparados para los conciertos, pero menos para un cambio tan súbito, y me sentí muy perdido”, recuerda.

Había recalado en París, donde conoció y pasó una temporada con su padre, cantante y profesor de ópera. Llegó allí desde los patios nevados de San Petersburgo, donde combatía el frío jugando al fútbol o donde dejó su formación coral por un piano, atraído por los discos de su padrastro: “Tenía 3.000, me obsesioné con los grandes: Rachmaninov, no sólo un pianista. Para mí un Dios. También Vladímir Sofronitsky o los de la escuela austriaca y alemana: Artur Schnabel, Wilhelm Kempff. O Alfred Cortot en Francia y Alicia de Larrocha en España”.

El perfeccionismo puede llegar a matar la música. Supone rendirse cuando crees haber alcanzado algo convicente

En aquellos tiempos balbucientes ya emprendió su viaje hacia el secreto de los últimos fogonazos brahmsianos. “Mi primera aproximación a la Opus 76, por ejemplo, vino como un rapto instantáneo. Fue la primera obra que yo toqué, con 19 años, en público. La dejé, volví. Con las demás que integran el disco empecé en 2009 y 2010. Desde entonces voy y vengo. Antes de meterme en un estudio, dejo que la música evolucione mucho tiempo dentro. Nunca grabaré obras que haya empezado a explorar recientemente. No haré cocacola con la música, como fue el caso de Karajan, por ejemplo”.

Un respeto. Sobre todo, a la bien probada madurez. “Las obras de los genios, en esa etapa crucial de la vida, dicen cosas tan profundas que para alcanzar su significado y su riqueza, desde nuestra posición de humildes intérpretes, debes tocarlas sin descanso”.

Ferruccio Busoni decía que para adentrarte bien en una sonata como la Hammerklavier, de Beethoven, la vida es demasiado corta, no alcanza. “Se adentran en zonas, los genios, vedadas a cualquiera. Cuando trasladan su visión de la vida a la música, consiguen una capacidad de evocación mucho más que real, que queda en otra dimensión mental, creativa, sensible… No puedo resumir en una frase lo que para mí representa Brahms si lo voy a estar tocando toda mi existencia”.

¿Perfeccionismo? Ni por asomo. “El perfeccionismo puede llegar a matar la música. Supone rendirse cuando crees haber alcanzado algo convincente y siempre debes mostrarte abierto a otros caminos con sus matices, colores, estados de ánimo. La música no es simplemente estudio, ni gimnasia, ni deporte, es un acto espiritual”.

Arcadi Volodos. ‘Volodos play Brahms’. Sony.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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