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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En defensa de los Sanfermines

La corrección política, el desconocimiento y la vocación moralista son enemigos de las fiestas de Pamplona

Borja Hermoso
Plaza de toros de Pamplona, al final del cuerto encierro de este lunes.
Plaza de toros de Pamplona, al final del cuerto encierro de este lunes. ELOY ALONSO (REUTERS)

La suma de ignorancia (no haber ido nunca o no haberse enterado de la fiesta), corrección política (sumarse a lo que toca en todo momento sin salirse del guion) y vocación moralista (dar lecciones de vida a todo dios) ha hecho que en los últimos días se hayan dicho y escrito un montón de injustas chorradas sobre los sanfermines de Pamplona. Y no, los medios de comunicación no nos hemos librado.

Al parecer de algunos y de algunas, los sanfermines se limitan a ser un impresentable volcán de testosterona que hay que apagar, y cuando decimos apagar decimos prohibir. Prohibir los sanfermines. O sea, prohibir lo que no les gusta, incluso en muchos casos lo que creen que no les gusta, puesto que no han ido. Hay, en efecto, mucha gente que sí ha ido y que no le ha gustado y que no ha vuelto. Normal. Al que no le gustan los sanfermines, no le gustan nada. No hay demasiada gama de grises. “¿Te gustaron los sanfermines?”. “Mmmm, buenooo, más o menos”. No. Me parecieron un espanto o ya nunca podré dejar de ir. Así hay que juzgar esta bacanal callejera de ocho días.

La mayor parte de las crónicas, conexiones, tuits, blogs, artículos y reflexiones vienen siendo de juicio sumarísimo a la supuesta barbarie que estos días anda instalada en Pamplona. Chulería, agresión, tortura, borrachos, suciedad, delincuentes, machismo, violencia y tradición a exterminar son los conceptos que vertebran en estos días el discurso de trazo grueso y sumarísimo sobre esta fiesta. En la edición digital de este diario, el tono de muchos de los comentarios de lectores aparatosamente indignados es para echarse a temblar. En muchos casos se habla de lo que no se sabe y –mucho peor que eso- en muchos otros se dice o se sugiere lo que la gente tiene que hacer o no hacer con el transcurrir de sus días y de sus noches. Es como el que critica al que practica sexo anal por desviado. O al que lee a Shakespeare por intelectual. O al que ve Cine de barrio por cursi. O al que lee EL PAÍS porque lee EL PAÍS y al que lee El Mundo porque lee El Mundo. O al que va a la playa, o al que va a la montaña, o al que va a Pamplona en San Fermín. Yo conozco a gente que se embadurna corporal y mentalmente en San Fermín y luego, terminada la orgía, se pone a leer a Habermas. Qué raro, ¿verdad?

Este diario publicó hace unos días un encomiable artículo sobre las razones antropológicas y psicológicas de la afición de algunos por las fiestas multitudinarias. Se le olvidó una, seguramente baladí: a lo mejor, a lo peor, resulta que hay personas bárbaras y extrañas, marcianos en la tierra, a los que les gustan esas fiestas, o la Tomatina de Buñol, o la Semana Grande de Bilbao, o las Fallas, o el Cipotegato, porque se lo pasan bien, porque encuentran dosis de algo tan denostado por los guardianes de las esencias como es el placer. El hedonismo. La farra pura y dura, el desfase y el descoloque mientras no te metas con nadie. Y hay que diferenciar entre los masacrables violadores y abusadores y el que entra a un bar en San Fermín atestado de gente, se pone a bailar y le agarra del hombro a una chica. O la que entra a un bar en San Fermín atestado de gente, se pone a bailar y le agarra del hombro a un chico.

A la cárcel con los violadores, abusadores y alrededores. Y a la hoguera con quienes nos quieren enviar a la hoguera por intentar algo tan prosaico como pasarlo bien.

Y un poco de sentido común. La feria de San Fermín se remonta al siglo XIII y sus fiestas al siglo XVI. Desde entonces, la tradición sigue siéndolo, solo que se ha ido modernizando y no parará de hacerlo. Pero toda tradición tiene sus excesos, que seguirán produciéndose porque el homo sapiens es, progresivamente y pese al incansable estallido tecnológico-robótico, cada vez menos sapiens. Es verano, la gente trabaja (el que puede) o estudia mucho (el que puede) durante el año y va a Pamplona a desfasar. ¿Es malo el desfase? Unos lo encuentran al mediodía en una mesa de la Plaza del Castillo, compartiendo un vermú tranquilo con amigos a los que solo ve en esos días. Otros buscan la noche y sus chispazos. Unos pasean impolutos de blanco y rojo por Pamplona (les aseguro que eso es posible), muchos van con sus niños, otros con sus novias y novios, viven a su manera esta fiesta incomparable que algo tendrá –y les aseguro que no es solo Hemingway- para que terrícolas de todo el planeta mundo se planten aquí estos días y dejen en las arcas de la vieja y entrañable Iruña millones y millones de euros (75 millones de impacto económico al año). La gente está contenta en San Fermín, la gente sonríe y se da la mano y se besa en San Fermín como si no hubiera un mañana (a veces no lo hay), la gente baila en San Fermín, la gente canta, suda, bebe, come, va a los toros, corre los encierros, se roza, se toca, se agarra, se besa y ahí me paro. Otros, desde la soledad cabreada de sus miles de amigos en las redes sociales, teclea su mala hostia y su envidia contra los defensores de San Fermín. Son/somos todos unos pecadores. Unos bárbaros. Unos anticuados. Unos inconscientes que, con todos los males que hay por el mundo, no sé qué hacemos tomando vermús y bailando el Vals de Astrain. A la pira con nosotros.

Riau-Riau.

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Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.

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