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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un año de Brexit: ¿debe ser el inglés la lengua oficial de la Unión Europea?

La decisión de Reino Unido es una oportunidad para replantear cuestiones sobre la configuración lingüística del Viejo Continente

Un ciudadano pasea con un paraguas con la bandera británica, el pasado junio.
Un ciudadano pasea con un paraguas con la bandera británica, el pasado junio.JUSTIN TALLIS (AFP)
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El arañado triunfo del “no” en el referéndum del 23 de junio de 2016 sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea está removiendo aspectos esenciales en la concepción de  Europa y desubicando realidades que se daban por incuestionables o definitivamente instauradas. Una de ellas es la oficialidad del inglés, que con el apartamiento de Reino Unido podría quedar derogada, con un efecto contingente sobre el paisaje de las lenguas oficiales de la Unión y de sus miembros. Faltó tiempo para que se alzaran las voces de algunos políticos anunciando el fin de la hegemonía del inglés: "El inglés ya no es una lengua legítima en Bruselas", proclamó Robert Ménard; "si no hay Reino Unido, no hay inglés", declaró Danuta Hübner, parlamentaria europea. Como es sabido, aunque el inglés es lengua oficial en Irlanda y en Malta, solo Reino Unido lo había presentado como oficial ante la Unión y por ello el Brexit podría dejarlo desprotegido legalmente. Es portentoso que un simple acrónimo lleve al tambaleo a todo el entramado político de las lenguas de Europa, que más parece castillo de naipes que torre de Babel.

Como era de esperar, las muestras de incredulidad hacia una posible caída del inglés en Europa han sido numerosas y el argumento más concreto de todos los esgrimidos apunta que Irlanda, un Estado cuya población es nativa de inglés en un 93%, no podría permitirse el lujo de prescindir de esta lengua en sus vínculos con la Unión, por lo que se vería obligado a presentarlo como idioma oficial, posibilitando de nuevo la oficialidad de la lengua inglesa en el políglota seno europeo. A su vez, los expertos en economía de la lengua siguen viendo como inexorable la generalización del inglés como lengua franca de Europa, pronosticada por autores tan reconocidos como Abram de Swaan, en 1988, o Philippe van Parijs, en 2004, con un contundente vaticinio: en Europa, cuantas más lenguas, más inglés. Pero, más allá del desacomodo y posible reacomodo de las lenguas oficiales en la nueva Europa de los 27 Estados y los 24 idiomas oficiales, la sacudida del Brexit es una oportunidad extraordinaria para replantear algunas cuestiones fundamentales relativas a la configuración lingüística del Viejo Continente.

En la interpretación primaria que se está dando a la situación actual, me alarma intensamente la pasmosa facilidad con que se practica la metonimia entre los pueblos de Europa y las instituciones políticas comunitarias. Recordemos: "Si no hay Reino Unido, no hay inglés". Las comunicaciones profesionales entre políticos no son necesariamente un reflejo de las comunicaciones entre ciudadanos. La no oficialidad del inglés o de cualquier otra lengua en los entornos políticos no afectaría proporcionalmente a la significación social, cultural o incluso económica de esa lengua en la sociedad. Pensar y, más aún, manifestar que la salida de Reino Unido supondría el desplazamiento o la pérdida del inglés en Europa no solo es una falta de consideración hacia los anglohablantes, sino una falta de ignorancia acerca de la dinámica social de las lenguas, de su uso y enseñanza.

El motivo que subyace al desconcierto que supone la posible pérdida de la oficialidad del inglés en la UE no está en la complejidad técnica de una reordenación de la jerarquía idiomática, ni en los previsibles conflictos comunicativos dentro de las comisiones parlamentarias, ni siquiera en la paradoja de que la lengua franca más conocida del mundo pudiera quedar excluida de la política europea. La disonancia viene provocada por el concepto de oficialidad aplicado a las lenguas o, si se quiere, por la supuesta necesidad de que las lenguas deban ser declaradas expresamente como oficiales para encontrar dignidad o disfrutar de relevancia.

Si, en la ecuación de las consecuencias idiomáticas del Brexit, se eliminara el elemento "lengua oficial", el problema, si no resuelto, sí quedaría difuminado políticamente. Cierto es que en esa ecuación también existe otro elemento cardinal, "lengua de trabajo", pero sin duda este tiene mayor trascendencia para los políticos que para la gente y podría desligarse perfectamente de la estricta "oficialidad". En realidad, el alemán no es importante por ser lengua de trabajo de la Unión, sino por la fortaleza económica y demográfica de sus hablantes, así como por la potencia de su cultura. Por su parte, el español ha conocido su mayor auge internacional sin tener el estatus de lengua de trabajo de la UE. Siendo así, podríamos preguntarnos qué ocurriría si en la Unión y en Europa, en general, no hubiera lenguas oficiales; esto es, si no se adjudicara la etiqueta de “oficial” a ninguna lengua.

En principio, los estados, las naciones, no necesitan una lengua oficial para ser tales. El ejemplo más evidente de ello es Estados Unidos, cuya constitución no reconoce la oficialidad de ninguna lengua y cuya legislación federal no fija el asunto, como tampoco tienen lengua oficial Reino Unido, Argentina o Chile. El diccionario académico define la voz "oficial" como “que mana de la autoridad del Estado” y lo cierto es que las lenguas no necesitan emanar de ninguna autoridad para cumplir su función social. Las autoridades pueden ordenar, fomentar, proteger o promocionar el uso de las lenguas, pero no darles carta de hidalguía. De hecho, el reconocimiento de oficialidad en las lenguas está íntimamente ligado a la idea de que a cada nación ha de corresponderle una lengua, pensamiento muy alejado de la realidad lingüística de la mayoría de las naciones del mundo, por lo que no es de extrañar que siga siendo causa de conflictos.

Si no existieran lenguas oficiales en la Unión Europea no se proyectaría tan nítidamente la falsa imagen de que existen lenguas de primera y lenguas de segunda. Esto no significa que no sea necesaria una legislación lingüística. Naturalmente que lo es, pero para garantizar los derechos de los ciudadanos y sus comunidades, en la enseñanza, en la justicia, en la Administración, en los medios de comunicación, en la tecnología, y como componente fundamental de su identidad. Esa garantía puede ofrecerse mediante una legislación específica para cada espacio público, de acuerdo con su realidad sociolingüística, con la flexibilidad y concreción convenientes. En cuanto a la actividad política de la UE, podría desplegarse perfectamente manejando el concepto de “lenguas de trabajo”, pero desligado de la oficialidad, lo que permitiría incluir los idiomas que mejor satisficieran los fines perseguidos. La comunicación oficial con los estados miembros y con sus ciudadanos podría establecerse a través de las lenguas de trabajo y en el idioma, fuera o no oficial, que decidieran los estados, que se harían responsables de la comunicación subsecuente con sus ciudadanos. Nihil novum.

Con la ausencia de idiomas reconocidos como oficiales en la Unión Europea, ni los ciudadanos ni las lenguas perderían nada esencial. Desde luego, los europeos no estaríamos abocados a la poliglotía funcional de Carlos I, que le permitía hablar francés en el amor, italiano en la política y español con Dios, sino obligados a contar con un corpus legislativo adecuado a los derechos y necesidades de los ciudadanos en cada espacio social. De este modo, la angustia (o la euforia) por una posible desaparición del inglés quedaría sin causa y desdibujada.

Francisco Moreno Fernández es catedrático de Lengua española de la Universidad de Alcalá y director del Instituto Cervantes en la Universidad de Harvard.

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