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“Los fantasmas de Ismael’ es una estupidez”

Carlos Boyero lamenta una primera jornada de Cannes por debajo de la expectativa y el cierre de su restaurante favorito

Carlos Boyero

Después de 30 años acudiendo sin prisas y sin pausas al Festival de Cannes uno guarda no solo memoria cinéfila de algunas películas y creadores maravillosos, sino también el indestructible recuerdo sentimental de personas, lugares y sensaciones que compartiste en un acontecimiento anual que siempre ha estado reñido con lo grisáceo. Los amigos ancestrales, la mayoría de los cuales se han jubilado, o se dedicaron a otro oficio, o se los llevó la maldita enfermedad, practicábamos un ritual gozoso y obligado consistente en cenar la primera noche (y después, todas las que pudiéramos) en un restaurante especializado en comida provenzal y llamado La Mère Besson.

Si dependiendo de los años la programación del festival resultaba fastidiosa, o el estado de ánimo que atravesara nuestra vida, estaba garantizado que esas noches, además de regalar el cuerpo y el espíritu con manjares y efluvios etílicos, las risas y las carcajadas nunca iban a faltar. Tampoco las discusiones apasionadas que nunca generaban sangre. Y la alegría de estar juntos de nuevo. Este templo tan mundano y lúdico estaba situado en una calle pequeña y cerrada al tráfico. De vehículos, quiero decir, ya que el espectáculo de ver pasear a mujeres hermosas era deslumbrante e inagotable. Y además, enfrente había una pequeña y primorosa librería dedicada al cine, un museo en el que podías encontrar los libros, las fotografías y los carteles más bonitos y anhelados. La dueña de La Mère Besson, señora tan profesional como elegante, siempre nos concedía el milagro de encontrarnos mesa. Aquello era el paraíso.

Consecuentemente, el martes a los escasos supervivientes de este grupo, se nos puso expresión de funeral, cuando descubrimos que el restaurante ya no existía, que las máquinas lo habían demolido. Ignoro las razones de la desaparición, pero nuestro luto es inconsolable. No pretendo ser frívolo, es como si se hubiera largado para siempre algo que fue importante a lo largo de tu complicada existencia. Y afluyen los recuerdos. Allí ofrecimos nuestra despedida delante de una cámara a un amigo entrañable que había muerto, al antiguo crítico de EL PAÍS, excelente escritor e impagable ser humano, llamado Ángel Fernández-Santos. Si viviera, sé que Ángel se hubiera sentido desconsolado ante el cierre de un lugar en el que fue feliz durante décadas. Adiós a todo eso, que diría el maestro Robert Graves. Mal empezamos este año en Cannes. Bendita seas, añorada La Mère Besson.

Y hablemos de cine. O de ausencia de él, ya que no lo vislumbro por ninguna parte en la película que ha inaugurado Cannes. Se titula Los fantasmas de Ismael y la dirige Arnaud Desplechin, señor que goza de mucho prestigio, para mí incomprensible, en el cine francés. Y alucinas de que disponiendo de lo más selecto del mercado, Cannes haya elegido algo tan malo para abrir su lujoso certamen. La trama combina presente y pasado de un atormentado director que está rodando una fatigosa y boba película de espionaje. El pasado retorna con la esposa que le abandonó, inexplicablemente, 20 años atrás y a la que creía muerta. Buen pretexto psicológico para que este señor tan insoportablemente intenso e inútilmente desesperado esté permanentemente unido a la botella e insomne haciendo disquisiciones filosóficas. La cosa acaba en triángulo sentimental, ya que su última y comprensiva novia debe compartir su vida con ese fantasma que ha regresado. Todo suena a disparate, pero en cursi, sin sentido del ridículo.

Y me pone aún más nervioso de lo habitual el protagonismo de un actor al que no aguanto llamado Mathieu Amalric, al que aquí adoran. Este experto en sufrimiento interior y en pose nihilista, se pasa cantidad intentando hacer complejo y fascinante a su lamentable personaje. Lo único grato que encuentro es un desnudo frontal de la seductora actriz Marion Cotillard aunque la mujer que interpreta es tan falsa como el resto de la película.

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