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Columna
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El viento del cine

En una jubilosa exposición en Madrid hay filmes, cuadros, esculturas… que muestran la irradiación gloriosa del cine en más de un siglo

Antonio Muñoz Molina
'Homenaje a la danza', de Fernand Léger.
'Homenaje a la danza', de Fernand Léger.Galerie Maeght

En el tránsito hacia el siglo XX empezaban a ocurrir cosas inauditas, todas ellas asociadas con la aceleración del movimiento. Había carruajes moviéndose sin que ningún animal tirara de ellos. Cabalgar estaba al alcance de cualquiera gracias a las bicicletas. Había aparatos tripulados que levantaban el vuelo. Y hasta las imágenes inmóviles desde el principio de los tiempos ahora se movían sobre sábanas blancas, en los barracones de feria de las primeras proyecciones cinematográficas. Al menos desde las pinturas de animales de la cueva de Chauvet algunos seres humanos habían intentado la tarea imposible de apresar el movimiento en representaciones visuales. El fluir del tiempo había sido durante milenios un privilegio exclusivo de la música y la danza. Las bailarinas de Degas eran igual de estáticas que las de los frescos cretenses de 3.000 años atrás. El humo de las locomotoras que pintaba Monet casi parecía que flotaba, pero estaba detenido, igual que la luz del sol en sus versiones sucesivas de la catedral de Rouen.

Hay en la pintura, en las artes, una urgencia creciente por traspasar la limitación de lo inmóvil, para añadir a lo visible la cuarta dimensión necesaria del tiempo, la sensación de lo instantáneo y lo pasajero. Todo tipo de aparatos ahora olvidados se inventan a lo largo del siglo XIX, muchas veces a la zaga de la otra gran novedad plástica, la fotografía: linternas mágicas, panoramas, dioramas. Los dioramas son vistas detalladamente dibujadas y coloreadas que se iluminan de una cierta manera, con bujías o lámparas de gas, desde distintos ángulos, para simular el tránsito de la luz solar, el amanecer, el crepúsculo, la caída de la noche. Hay fotógrafos que descomponen el movimiento de una persona o de un caballo con un grado de precisión hasta entonces inaccesible no solo para la pintura o el dibujo, sino para el ojo humano.

Que una imagen fotográfica se mueva es algo tan inaudito como que un ciclista mantenga el equilibrio sin caerse, o que una especie de carromato hecho precariamente con cables, lonas, ruedas de bicicleta pueda despegarse del suelo y ascender en el aire tan sin esfuerzo aparente como una cometa y perder luego altura y regresar sin daño a la tierra. Los aviones empiezan pareciéndose a las bicicletas porque sus inventores se habían dedicado primero a fabricar esas máquinas ligeras que anticiparon al mundo moderno al democratizar la velocidad. Las primeras películas son poco más que cuadros animados porque los hermanos Lumière habían tenido una educación de pintores académicos. Un arte nuevo tarda en encontrar el espacio estético que solo a él le pertenece. La fotografía empezó queriendo ser la pintura, y el cine quiso ser también pintura, postal coloreada, teatro, antes de aplicar sus capacidades técnicas a la representación de lo que le correspondía en exclusiva. Dice Pere Gimferrer que el cine fue cine cuando dejó de lado el modelo estático del teatro convencional y tomó de la novela los recursos narrativos que más le convenían: el montaje, la simultaneidad, la variedad de perspectivas.

Hay en la pintura, en las artes, una urgencia creciente por traspasar la limitación de lo inmóvil, para añadir a lo visible la cuarta dimensión necesaria del tiempo, la sensación de lo instantáneo y lo pasajero

En una jubilosa exposición que hay ahora mismo en el CaixaForum de Madrid, Arte y cine, descubrimos que la locomotora que entra en la estación en la primera película de los hermanos Lumière viene directamente de los cuadros semejantes de Monet y otros impresionistas: ahora el tren se mueve de verdad hacia nosotros, la gente lo rodea con una prisa atolondrada, el humo asciende de verdad en el aire. El marco de la película, el encuadre, son idénticos a los de una pintura. Dos representaciones casi idénticas, separadas por unos pocos años, pertenecen ya a dos mundos, porque una de ellas está inmóvil y la otra no: Monet pinta, en 1886, un mar bravo rompiendo contra unas rocas oscuras. En una pantalla contigua, del mismo tamaño que el cuadro, vemos otra de las primeras películas de los Lumière: las rocas, el mar rompiendo espumosamente contra ellas, un horizonte atlántico. La cámara de cine se ha instalado sobre su trípode exactamente igual que el lienzo sobre su caballete.

El cine sigue los pasos de la pintura. También sigue los de las postales. En la gran fiesta para la mirada que es esta exposición yo me quedo un rato fascinado delante de unas películas de la casa Gaumont de 1912. Tienen los mismos colores desfallecidos de las postales de entonces, y muestran lo mismo que se ve en muchas de ellas: un paseo marítimo muy animado de veraneantes; personas que se bañan o toman el sol, a la manera formal y pudibunda de entonces. Por un horizonte de falso azul se desliza un velero magnífico, ligeramente desdibujado en la bruma. Niños de 1912 juegan intemporalmente en la arena, se tumban con las piernas abiertas justo en el punto de la orilla donde rompen las olas.

Lo asombroso es lo rápido que el cine pasa de la rústica experimentación a la madurez, del espectáculo de feria a lo misterioso y visionario de la poesía, a una sofisticación narrativa que hacia finales de los años veinte ya estaba a la altura de las novelas modernistas de entonces. El cine, como el jazz, pasa en dos décadas por estadios acelerados de evolución que en otras artes duraron siglos. Y también como el jazz tiene una flexibilidad casi de organismo biológico para alimentarse de cualquier otra forma expresiva y para proyectar sobre todas ellas su influjo, al mismo tiempo que hace suyas todas las novedades de la tecnología y del espectáculo. Entre las últimas películas de los Lumière y las primeras de Fritz Lang y de Luis Buñuel ha transcurrido poco más de un cuarto de siglo. Chaplin es de una fecundidad inventiva tan prodigiosa como la del joven Louis Armstrong. Son artistas de vanguardia y héroes de masas. Visto desde una época tan saturada de efectos digitales, de películas de acción sacudidas por un histerismo de videojuegos, admira más el poderío visual del mejor cine de los años veinte, hecho con medios técnicos muy limitados, pero con una libertad poética para la que ahora nos costaría encontrar equivalentes. Hay muchas salas en la exposición, muchos fragmentos de películas, muchos carteles, cuadros y esculturas y dibujos que muestran la irradiación gloriosa del cine a lo largo de más de un siglo. Yo salgo enaltecido, como cuando era muy joven y salía de ver en los cines minoritarios de Granada y Madrid las películas antiguas y modernas que nos llegaban en torbellino después de la dictadura, el vendaval prodigioso del cine.

‘Arte y cine. 120 años de intercambios’. CaixaForum Madrid. Hasta el 20 de agosto.

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