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El hombre que fue jueves
Columna
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Blanca creyente

Portillo tiene en ‘María conversa’ algo muy gitano y se llama duende

Marcos Ordóñez

Me gustan mucho las películas de actores ensayando y hablando de su oficio. El año pasado vi El testament de la Rosa, de Agustí Villaronga, sobre la emocionante lucha de Rosa Novell, ya enferma, para sacar adelante El testamento de María, de Colm Tóibín. Y el próximo día 27, en la Cineteca de Matadero, a las 20.45, se pasa María conversa,la crónica de Lydia Zimmermann, que narra el soberbio trabajo de Blanca Portillo, Villaronga y su equipo, poniendo en pie el texto de Tóibín. Ambas deberían pasarse, por sus muchas enseñanzas, en las escuelas de teatro: auténtico arte vivo.

Vi María conversa en Barcelona y me encantó. Nada de lo que dice Blanca Portillo tiene desperdicio. Todo es carne, atrapada por la cámara atenta de Zimmerman. Lo que dice y lo que le sube a la cara, a la mirada, a la voz. Le va muy bien el blanco y negro a esta película, porque resalta el brillo de sus ojos, el sudor de la piel, la hondura y las transformaciones de ese rostro que tiene algo de dreyeriano, de Juana de Arco tocada por el fuego. Y una cosa que nunca había sentido con tanta claridad como hasta ahora: hay algo muy gitano en ella y se llama duende. 

Miro su cara, no puedo dejar de mirarla. Cara de niña maravillada y cara de boxeadora, golpeada pero invicta. Siento la fuerza de la abuela que quiso ser actriz y no la dejaron, que tiró de cuchillo porque el padre de Blanca no le permitía ver a sus nietas, y así lo consiguió; esa abuela a la que dedica su trabajo, porque en María hay mucho de su empeño. Me emociona esa voz que hasta pasando texto interpreta, busca y sirve a la verdad. Escucho a Blanca hablando de su más profunda creencia: “Creo en el teatro como una religión”, cuenta. “Creo que cambia el mundo y a las personas. Hubiera desaparecido ya de no ser así: algo hace que se siga manteniendo. La gente necesita escucharse en el que está ahí arriba. Para mí es una religión y un juego. Yo empecé a hacer teatro a los cinco años, cuando mi hermana mayor, como no teníamos juguetes, nos decía: ‘¿Ves que…?’. Ves que estamos en un barco muy grande, en un castillo. Cuando un niño juega, juega de verdad, ríe y llora de verdad, aunque le dure cinco segundos. Si yo perdiera esa niña creo que no sería buena actriz. Esa niña dispuesta a jugar sin ningún pudor, porque los niños no se protegen. Pareceré una loca al decir esto, pero en el escenario ‘me entra’ otra persona, me habita y luego se va. No estoy, desaparezco. Tengo esa sensación desde el comienzo. Los personajes están escritos y necesitan una voz, un cuerpo, un alma que los aloje. Eso es el teatro. Por eso no hago cualquier cosa. Me fío de mi intuición. Porque si tú te conmueves, la gente se conmoverá. Cuando algo me llega sé que va a ser bueno, que va a descubrirme algo de mí, y que voy a poner ahí algo. Ningún actor sabe hasta dónde: ese es el gran juego”.

Esto es solo el principio de María conversa. No se pierdan el resto. De las mejores películas que he visto sobre el trabajo, la pasión, la magia del teatro.

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