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sillón de orejas
Columna
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Bañándonos en la distopía

Desde que se supo quién iba a ser el próximo emperador de EE UU, se ha multiplicado la venta de novelas distópicas

Manuel Rodríguez Rivero
John Hurt, en l apelícula '1984', de Michael Radford.
John Hurt, en l apelícula '1984', de Michael Radford.

1. Emperadores

Ya se habrán enterado de que, desde que se supo quién iba a ser el próximo emperador (que previsiblemente durará más en su despacho que Marco Salvio Otón, que tuvo la cortesía de suicidarse a los cuatro meses de llegar al suyo), se ha multiplicado (sobre todo en EE UU) la venta de novelas distópicas. Un auténtico boom que no solo ha beneficiado a la siempre dispuesta 1984 (más de 45.000 copias vendidas desde noviembre), sino a otras menos célebres, como la estupenda El cuento de la criada, de Margaret Atwood (¿qué esperan para reeditarla?), centrada en una distópica dictadura particularmente cruel con las mujeres, o Nosotros, de Eugeni Zamiatin, o Los desposeídos, de la gran Ursula K. Le Guin. Según Nielsen y Amazon, en las últimas semanas ha crecido incluso la demanda por clásicos como Eso no puede pasar aquí, de Sinclair Lewis (Antonio Machado), que, aunque publicada en 1935, parece haber sido escrita con Trump en mente, y otros como El talón de hierro, de London (varias ediciones); Un mundo feliz, de Aldous Huxley (Edhasa), o hasta por el ensayo Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt (Alianza). No se sabe muy bien si la gente vuelve a leerlos como consuelo (“podría ser aún peor”) o como manuales pedagógicos, pero lo cierto es que se buscan. Claro que con declaraciones como las de la asesora presidencial Kellyanne Conway, que afirmó que sus mentirosos datos sobre la asistencia a la coronación del nuevo emperador no fueron “falsedades”, sino alternative facts, la Administración de Trump da un impulso a la neolengua orwelliana que ya habría querido el pobre Winston Smith, tan bien interpretado por mi llorado John Hurt en el 1984 cinematográfico de Michael Radford. Claro que, si hablamos de la distorsión del lenguaje como arma política o propagandística, por aquí no faltan ejemplos: ahí tienen sin ir más lejos la “indemnización en diferido” de la inefable De Cospedal (a la que mi mente enferma imagina fascinada fan del insoportable Lo niego todo, de Sabina) o, más recientemente, a María Dolores Dancausa, consejera delegada de Bankinter, que nos ha regalado una pastoral caracterización del oficio de banquero como “financiador de los sueños de la gente”. Yo ya sueño con que se esté calladita.

2. Bonet

Conocí a Juan Manuel Bonet, el flamante director del Instituto Cervantes, poco antes de la muerte de Franco, quizás en casa del historiador de la arquitectura (y discípulo de su padre) Carlos Sambricio. Me deslumbró inmediatamente con su sorprendente erudición artística y revolucionaria —muy importante en aquellos años— que parecía que no le cabía en el cuerpo. Sabía casi todo lo que se refería a los partidos revolucionarios a la izquierda (y en contra) del estalinismo. Intercambiábamos ideas y libros (creo que todavía tengo uno suyo) y discutíamos con pasión acerca de la posibilidad de hallar un partido revolucionario que pusiera la democracia directa “de las masas” por delante del sacrosanto dogma de la dictadura del proletariado: todo más bien teórico y de toreros de salón. En 1977, me llevó de visita proselitista a la sede de Acción Comunista en Malasaña (¿dónde si no?). No me acuerdo si mi amigo era militante o simpatizante de aquella organización que, surgida de una escisión del FLP a mediados de los sesenta (los años en que la izquierda comunista se fragmentó en un mosaico de grupos y grupúsculos), se fundamentaba en un marxismo magmático en el que podían distinguirse memes troskistas, espartakistas y hasta modernos toques situacionistas (quizás más vía Vaneigem que Debord). Y, por supuesto, eran más partidarios de los consejos obreros promocionados por Amadeo Bordiga o Anton Pannekoek que del centralismo democrático de Vladímir Ilich. Recuerdo, como en un sueño, un día en aquella laberíntica sede de Malasaña en la que en cada habitación o cubículo, tras las cortinas de humo espesas como alquitrán, tenían lugar otras tantas reuniones de avezados conspiradores. Y recuerdo también que en otra, cuya puerta abrimos y cerramos inmediatamente, estaba una pareja de jóvenes militantes dándose el lote: el amor y la revolución, como elementos inseparables de una Weltanschauung definitivamente atractiva. Bueno, la vida ha dado desde entonces muchas vueltas y nosotros también, aunque creo que conservo (casi como un fetiche) en algún lugar recóndito de mi heteróclita biblioteca una vieja colección de la muy interesante revista Acción Comunista. Luego, el joven Bonet se hizo poeta: leí con placer su poemario inicial La patria oscura, que publicó en 1983 su amigo inseparable Andrés Trapiello en aquella irrepetible editorial Trieste. En uno de sus poemas, ‘Comme le temps passe’, Bonet constataba —mucho antes de saber cuánta razón tenía— que “nunca ha de volver nada”, aunque siempre he pensado que, de haber elegido la época en que le habría gustado vivir, Bonet habría preferido aquella en la que las artes y la cultura se debatían entre las últimas vanguardias y la vuelta al orden: de ambas cosas ha participado siempre este exquisito clasicista con tempranas admiraciones revolucionarias. Después, aquel amigo a quien luego he frecuentado poco hizo cosas importantes: un Diccionario de las vanguardias absolutamente imprescindible, la dirección de nuestros dos museos de arte contemporáneo de referencia, nuevos libros (más maduros) de poesía, una también imprescindible antología de la poesía ultraísta (Las cosas que se han roto; Fundación José Manuel Lara), etcétera. Y ahora se pone al frente del Cervantes, para promover y enseñar una lengua (y su cultura) que hablan y escriben muchísimos. Y lo hará bien, sin duda, sobre todo si consigue (y debería emplearse a fondo) la total autonomía del Instituto, para que deje de ser manjar codiciado de ciertos funcionarios ministeriales (he conocido a varios) a los que les encanta jugar con lo que no entienden pero creen que les adorna. Buena suerte.

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