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PURO TEATRO

En el corazón de la bestia

La cocina, de Arnold Wesker, que firma Peris-Mencheta en el Valle-Inclán con 26 intérpretes, es uno de los grandes montajes del año

Marcos Ordóñez
Un momento de La cocina, de Arnold Wesker, que dirige Peris-Mencheta en el Valle-Inclán.
Un momento de La cocina, de Arnold Wesker, que dirige Peris-Mencheta en el Valle-Inclán.

Entré pachucho en el Valle-Inclán y al acabar me puse en pie a aplaudir de un salto, como si me hubieran inyectado una sobredosis de vitaminas: el arte es altamente terapéutico. Arnold Wesker y el equipazo de La cocina (The Kitchen, 1959), liderado por Sergio Peris-Mencheta, nos muestran lo que no suele verse: el corazón de la bestia, el engranaje de la máquina devoradora. Vamos a conocer los anhelos, la rabia, el dolor y el empeño, los cuerpos fatigados de los esclavos que han de servir 1.500 comidas al día. Los enfrentamientos, el racismo, la tensión detonada por el calor. Y también la hermandad, el humor, la red de afectos que salvan de la caída.

Peris-Mencheta no ha actualizado el texto porque sus conflictos son eternos. La acción sigue transcurriendo en Londres, en el restaurante Marango, de la mañana a la noche del 8 de agosto de 1953. El espectáculo es una proeza: por su dificultad y por su elección en los tiempos que corren. Parece una gran serie británica hecha por grandes actores españoles. El elenco está perfectamente repartido y todos están fantásticos, pero ahora vuelven a mi memoria el alemán Peter (Xabier Murúa), un volcán a punto de estallar, quintaesencia del antihéroe angry, quizás el protagonista porque su malestar es más intenso, y Monique (Silvia Abascal, un esperado retorno), la francesa cortejada por Peter y por Gastón (Nacho Rubio), y la humanísima Bertha (Paloma Porcel), la cocinera judía, y el alegre y vivaz Mangolis (Ricardo Gómez). Y el achulado Max (Javier Tolosa) y el amargo Nicholas (Víctor Duplá). Y el veterano Frank (Patxi Freytez), para el que “de todo hace ya mucho tiempo”, y la recién llegada Violet (Xenia Reguant). Y la angélica pareja de reposteros, Ramone (Mario Tardón) y Paul (Javivi Gil Valle, nuestro Victor Buono, siempre con el corazón en la mano). Y el chef Robert (Roberto Álvarez), que lleva el timón y no pierde la calma. Y Marango (Luis Zahera), el dueño, la versión italiana del tío Gilito, incapaz de comprender lo que desean sus empleados.

Dos horas y cuarto sin tregua ni desfallecimiento. Espléndida estructura del texto, a la que la puesta se adhiere como una segunda piel

Dos horas y cuarto sin tregua ni desfallecimiento. Espléndida estructura del texto, a la que la puesta se adhiere como una segunda piel. La presentación de personajes, el crescendo, el frenesí de la hora punta que cierra el primer acto (¡ah, la pautadísima coreografía de esos 12 endiablados minutos!). Hay notables ideas de dirección: los momentos en que se ralentiza la acción para fijar nuestra mirada en un gesto, o para relajar la tensión, como si la fatiga parase todo, o marcar el paso del tiempo, o todo a la vez: algo así hacía Huston en Fat City.

Quiebro, cambio de tono, con una iluminación casi mágica: preciosa, poética segunda parte, que me recordó el perfume de Memoria de dos lunes, de Miller. Al fin parece llegar la calma, pero azacaneada de afanes: el intercambio de sueños imposibles detonado por Peter, a lomos de su caballo imaginario, antes de la cena, “cuando la bestia duerme la siesta”. Dimitris (Aitor Beltrán) quiere montar un taller de radios; el irlandés Kevin (Alejo Sauras) solo quiere dormir: soñar que sueña. Paul, abandonado, entristecido, pura elegancia bajo presión (solo traicionada por esa risita que recuerda al vapor siseante de una cafetera) sabe que su esperanza humanista es una quimera desmentida una y otra vez por la realidad, pero no dejará de buscarla: soberbio monólogo de Javivi, uno de los grandes momentos de la función. No diré nada del estallido que remata la historia; solo que pone los pelos de punta.

Cinco meses de ensayos han dado este fruto. En escena hay 26 intérpretes, y otros tantos componen el “equipo invisible”, desde quienes les han enseñado las exactas formas de batir, cortar o trinchar (y que nos hacen ver viandas inexistentes: pura magia) hasta asesores de movimiento como Chevi Muraday. Todo es apabullantemente perfecto. La impresionante escenografía de Curt Allen Wilmer, en el centro, rodeada por cuatro gradas para los espectadores, y el vestuario de Elda Noriega: trajes y utensilios de los cincuenta, sin un anacronismo, bañados por las luces minuciosas (¿con un punto sepia?, ¿o hicieron que lo imaginase?) de Valentín Álvarez. Nada parece fácil, y todo fluye y brilla como un arroyo de muchas aguas. Y de muchas voces: judías, chipriotas, griegas. También el espacio sonoro de Pablo Martín Jones y Héctor García, con canciones de la época (Don’t Let the Stars Get in Your Eyes, Earth Angel, la explosión de Rock Around the Clock). Y vuelve, invicta y relumbrante, la música como un ritual comunitario: cuando Daphne (Marta Solaz), vestida a lo Dietrich, une a judíos y alemanes cantando Lili Marlen y brotan los coros; cuando Nicholas se redime abriendo el sirtaki, de llorar de bonito, con la fuerza fraternal de las danzas de los emigrantes en Las puertas del cielo, de Michael Cimino. La cocina debería a) prorrogar, b) hacer gira y c) visitar festivales internacionales. Esta pasión ha de expandirse.

La cocina, de Arnold Wesker. Teatro Valle-Inclán (Madrid). Dirección: Sergio Peris-Mencheta. Intérpretes: Xabier Murúa, Silvia Abascal, Javivi Gil Valle y un largo elenco. Hasta el 30 de diciembre.

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