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La canción hipnótica se queda sin voz

Leonard Cohen fallece en Los Ángeles a los 82 años tras publicar en octubre su último disco. El cantautor canadiense supo hacerse un hueco con sus letanías poéticas

Diego A. Manrique
Leonard Cohen saluda a un grupo de en París en 2012.
Leonard Cohen saluda a un grupo de en París en 2012.JOEL SAGET (AFP)

Se fue con su característica discreción. Leonard Cohen murió el lunes 7 en su casa de Los Ángeles, con 82 años. Su familia quiso evitar el circo mediático y lo anunció la noche del jueves 10. Termina así una de las carreras más atípicas del negocio musical: el literato que se convirtió en estrella del pop. Aunque lo de “estrella” necesita ser puntualizado.

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Cohen ya era treintañero cuando se empeñó en dedicarse a la canción. Nacido en 1934, en Montreal (Canadá), en el seno de una familia dedicada a la industria textil, había desarrollado una respetable carrera literaria concretada en cuatro poemarios y dos novelas. Pero esos afanes apenas generaban ingresos: vivía muy modestamente en la isla griega de Hydra, en compañía de la noruega Marianne Ihlen, gracias a ayudas institucionales y un fondo establecido por su difunto padre.

Así que en 1967 se instaló en Nueva York, a tiempo de zambullirse en el ambiente enrarecido de la Factory warholiana, donde suspiraba por Nico y otras bellezas. Conviene hacerse cargo de la enormidad de su audacia: ni daba el tipo de cantautor ni hacía nada parecido a la música del momento. Felizmente, Judy Collins popularizó su Suzanne y muchos vocalistas siguieron su pista. Además, fascinó a John Hammond, el culto cazatalentos del sello Columbia, que le envió a Nashville para que vistieran adecuadamente aquellas letanías hipnóticas.

Solía recalcar que tuvo mucha suerte: llegó a tiempo de disfrutar del desorden amoroso de los 60, gloriosa etapa de promiscuidad que se filtró en su cancionero (Chelsea Hotel retrataba su encuentro sexual con Janis Joplin). Y se benefició de la tolerancia general para los diferentes: durante años, necesitó alcohol y otras drogas para salir al escenario. Pero encontró público en su tierra natal y, sobre todo, en Europa.

Hablamos de un enamoramiento instantáneo: Cohen era un hombre elocuente y divertido; en medio de una entrevista, demostraba su buen estado físico haciendo el pino. Ironizaba finamente sobre sus aventuras: la visita a la Cuba revolucionaria, donde le confundieron con un espía de la CIA; la participación como animador (¡!) de las tropas israelíes en la guerra de Yom Kippur. Encajaba perfectamente en la cultura del viejo continente: su pasión por Federico García Lorca, su sintonía con la chanson francesa, su elegancia indumentaria.

Por el contrario, en Reino Unido fue caricaturizado: facturaba, decían, “música para suicidarse”. En Estados Unidos, solo obtuvo reconocimiento bien entrado el siglo XXI: para eterna vergüenza de su discográfica, inicialmente no quisieron sacar su Various positions (1984), a pesar de que contenía lo que se revelaría como una canción universal, Hallelujah.

Sintetizadores

Admitía sus carencias en recursos musicales, una inseguridad que le llevó a un disco tan turbulento como Death of a ladies man (1977), hecho con el trastornado productor Phil Spector. Y demostró una flexibilidad nada común en su gremio, al adoptar modos de techno pop en I’m your man (1988), que le supuso un pico de popularidad: le encantaba que su First we take Manhattan se bailara en discotecas. Más adelante, sin embargo, su dependencia de los sintetizadores y los estudios caseros le llevaría a cierto empobrecimiento estético, que remedió en su tramo final.

A partir de 1994, la música dejó de ser una prioridad; también dejó de publicar poesía. Sus cinco años como monje budista en California respondieron a una necesidad espiritual, que no supuso la renuncia al judaísmo de sus mayores. Ecléctico, Cohen ya había tenido un flirteo con la cienciología y siempre proclamó admiración por la figura de Jesucristo.

Todas esas heterodoxias tuvieron su coste. Realizando un reportaje sobre sus raíces, quien esto escribe pudo comprobar que sus antiguos vecinos judíos de Montreal no querían ni oír su nombre. Por otro lado, las autoridades nacionalistas de Quebec estaban incómodas con aquel cosmopolita.

Traición del representante

Su distanciamiento de las cosas terrenales también le costó caro. En 2004, cuando preparaba la jubilación, Cohen descubrió la traición de su manager, Kelley Lynch. Aparte de tomar decisiones absurdas, Lynch había vaciado su cuenta corriente; cinco millones de dólares (4,6 millones de euros) se evaporaron en nebulosas inversiones. Con reticencia, Cohen se querelló contra su representante. Ganó el juicio pero no recuperó el dinero (y Lynch fue su pesadilla, hasta que fue condenada por acoso a 18 meses de cárcel). Otros se hubieran hundido; Cohen decidió prolongar su vida laboral.

Fue una extraordinaria prórroga. Al frente de una formación extensa, a partir de 2008 recorrió el planeta. Finalmente aceptado como el artista único que era, fue cabecera de cartel en festivales como Glastonbury, Coachella o el FIB. Ofrecía conciertos generosos. En 2009, se desmayó en una actuación en Valencia y se temió lo peor. Para sorpresa de todos, siguió activo: en la presente década, editaría tres álbumes con canciones nuevas, aparte de testimonios grabados de sus giras.

Su muerte será la excusa para arrebatos líricos. Y está bien: se los merece. Cohen compartió sus inquietudes religiosas, sus urgencias amorosas, los horrores del siglo XX; nos hizo más sensibles y escépticos. Fue testigo y protagonista de su tiempo. Un tiempo de gigantes musicales que tuvieron que hacer hueco al poeta de Montreal.

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