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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cervantes, un raro en España

El autor fue ninguneado en su país y se le reconocía el talento casi como un azaroso precipitado que cuajó en el Quijote

'Quijote', una obra dedicada a la obra de Miguel de Cervantes.
'Quijote', una obra dedicada a la obra de Miguel de Cervantes.Eduardo Arroyo

Podría decirse, de manera algo figurada, que yo fui un cervantino precoz. Y ello gracias al azar de una enfermedad, que a la edad de nueve o diez años me permitió leer el viejo ejemplar del Quijote que mi padre tenía en la mesilla de noche.

No sé cuales pudieron ser las dificultades iniciales de aquella lectura, pero sí recuerdo que muy pronto entré en el libro y lo recorrí con una fascinación que no me ha abandonado. Por eso vuelvo de vez en cuando a él (con cala y cata en diversas ediciones), para recuperar sus maravillas o descubrir otras nuevas escondidas en sus páginas.

No quisiera que esto pareciera presunción de ningún atributo especial. Mi buen amigo el neurólogo Alberto Portera me explicaba un día que el cerebro humano posee durante la infancia una cualidad de aprendizaje lingüístico, que se va perdiendo con los años. Esa es la razón de la capacidad del niño de aprender varias lenguas a la perfección sin mayor esfuerzo. Por eso siempre he sentido ciertas dudas de si los “acercamientos” de los clásicos para niños o jóvenes (o, en otro orden, las “traducciones” al castellano actual), obedecen a algún fundamento serio, pedagógico o de otra índole. Naturalmente, respeto a los que acometen tales tareas, aunque a mí me parezcan contraproducentes; lo que suele ocurrir con esas reducciones o traslaciones es que las personas que han sido “instruidas” de esa manera, no lean jamás la obra original. Nos guste o no, a las grandes obras no les sobra nada, si acaso les falta, porque nada hay totalizador excepto el empeño, y en eso consiste su vigencia, en nuestro afán de seguir encontrándole significados escondidos.

El académico Francisco Rico ha contribuido en gran manera a clarificar muchos aspectos del texto cervantino sin cambiarlo (salvo en los errores) en su magnífica edición del Quijote. En una de sus aclaraciones nos enseña que el famoso lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse el autor, venía a significar aldea o pueblo pequeño. Y bien cierta es la apreciación, pues con ese sentido originario pasó a la lengua romance, y aún hoy se dice lugareño como sinónimo de pueblerino. Claro que, a veces, un comentario acertado puede ser usado peligrosamente por algún desavisado como fue el caso de una de esas adaptaciones en la que los autores del tuerto (que no entuerto), cambiaron una de las frases más famosas de la literatura universal y pusieron: “En un pueblo de la Mancha de cuyo nombre…”. La sabia nota del profesor Rico, dio paso a semejante despropósito.

Habría que apercibirse, no obstante, de que también utiliza Cervantes el término lugar en el Persiles de manera más abstracta o figurada cuando hace decir a Periandro: “…Yo, señor Arnaldo, soy hecho como esto que se llama lugar, que es donde todas las cosas caben y no hay ninguna fuera de lugar”. Y en el capítulo décimo del tercer libro de la misma novela, el propio Cervantes narra (atención) que el escuadrón de peregrinos “llegó a un lugar, no muy pequeño (!) ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo”. A la vista del casi idéntico enunciado, extraigo dos conclusiones posibles. Una, que el vocablo lugar tuviera para el autor la significación amplia del locus latino (independientemente del tamaño) y dos, que lo de “no acordarse” fuera una fórmula narrativa ajustada al gusto cervantino por la paradoja, el juego irónico y la ambigüedad (ambigüedad que reafirma al final del Quijote, para que este sea tenido por hijo de todas las villas y lugares). Queda una tercera —mucho más rebuscada—, y es que el lugar fuera el mismo en ambas novelas: un pueblo en el que Cervantes hubiera tenido algún tipo de experiencia a la que le negara el recuerdo, y, por ello, en ninguna de las dos obras quisiera nombrarlo.

Dejo aquí las cuestiones léxicas y la localización de lugares de no deseada memoria para quien tenga más autoridad que yo en comentarlas y retomo la verdadera intención que guía estas líneas: el convencimiento de que Cervantes fue y es un raro en España. Hace poco, y ya adentrados en esta mortecina conmemoración de su muerte, he oído, en boca de diversas personas (algunas, escritores de mérito), el dictum de que Cervantes fue un perdedor, un fracasado. Ignoro el modo, la medida, en que se pueda basar tan contundente sentencia sobre una de las vidas más misteriosas y, ciertamente apasionantes, de esa época difícil. Tal vez, sea un reflejo del concepto de éxito o fracaso que se ha impuesto en nuestra economía liberal, tal vez un nuevo ejemplo de la incomprensión que la figura de Cervantes despertó siempre entre algunos críticos de su obra (aunque, por fortuna, han surgido en los últimos tiempos nuevos análisis y estudios con mayores alcances). Cervantes vivió para acumular la vida que precisaban sus obras y obtuvo mayor fama en vida que cualquiera de sus contemporáneos. Conoció de primera mano los ambientes de todas las clases sociales y de todas las categorías morales. De ahí que pudiera después, en sus obras, mostrarnos el espejo, realista, sí, pero envuelto en el vaho ambiguo y en la multitud de capas que la realidad puede ocultar.

Naturalmente aquí, en la España que defendió y sufrió, fue ninguneado y, hasta hace relativamente poco, al lego Cervantes (lego: falto de formación o ciencia), se le reconocía el talento casi como un azaroso precipitado que cuajó en el Quijote; al resto de su obra, magnífica y adelantada, se la clasificaba de menor (Menéndez Pelayo y otros), cuando no se calificaba al autor mismo de persona vulgar y sin interés. Unamuno expresa bien ese sentir tan incongruente y tan español: “¿No hemos de tener por el milagro mayor de Don Quijote el que hubiese hecho escribir la historia de su vida a un hombre que, como Cervantes, mostró en sus demás trabajos la endeblez de su ingenio?”. Algo más entendió Ortega de lo que no se entendía de Cervantes al decir en sus Meditaciones al Quijote: “¡Cervantes (…) se halla sentado en los elíseos prados hace tres siglos y aguarda, repartiendo en derredor melancólicas miradas, a que le nazca un nieto capaz de entenderle!”.

No, no creo que Cervantes fuera un perdedor (tal vez en el juego) ni un fracasado; no al menos en su inmenso propósito literario, que logró ver plasmado en otras lenguas y geografías; pienso más bien, a la luz de la respuesta de muchos de sus ilustres colegas, que fue claramente un maltratado, un raro en España, un hombre capaz de guiar su mirada y su pensamiento de la manera más libre posible, a contrapelo de su época, y, en cierta manera, de las que han ido sucediéndose. Pruébalo la disposición general de su país ante el IV Centenario de su muerte.

*Eusebio Lázaro es actor, autor y director.

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