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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La isla que hace pop

Las razones que explican por qué en 2015 uno de cada seis discos vendidos a nivel mundial tenía origen británico

Diego A. Manrique
Todo comenzó con los Beatles.
Todo comenzó con los Beatles.

Hace unos días, todos los medios británicos se congratulaban del cálculo oficial de la BPI, la patronal de la industria discográfica: uno de cada seis discos que se vendieron globalmente, durante 2015, venía del Reino Unido. Dado que los 65 millones de británicos no llegan al 1% de la población mundial, se trata de una hazaña notable.

Dominic Sandbrook, el historiador tory, ha explorado el triunfo mundial de la cultura popular británica. Su robusta salud, asegura, tiene que ver con la persistencia de valores victorianos: el ingenio de los artesanos, la audacia de los emprendedores, las posibilidades de realización personal.

Suena ingenioso pero no, ahí no encontramos la historia completa. La expansión del pop británico supuso un desafío al sistema de castas entonces imperante. Se hizo en contra del establishment, tanto conservador como laborista; en muy publicitados incidentes, se intentó encarcelar a los músicos por sus hábitos privados; se les empujó a emigrar, con unos impuestos despiadados que llegaban al 98% en determinados ingresos.

Sabemos que la industria del pop británico eclosionó en 1963, con los Beatles. Solo pudo ocurrir allí: el servicio militar obligatorio terminó en 1960 y millones de adolescentes encararon la vida con renovada ilusión. Sus padres habían ganado la guerra pero todos vivieron años de carestía: el racionamiento alimentario duró hasta 1953. La generación del baby boom quería expresarse, gozar y organizarse de forma diferente: la música pop resultó una opción perfecta.

Ayudaron algunas políticas sociales y educativas. Las art schools, inicialmente concebidas para dar salida laboral a estudiantes problemáticos, resultaron un vivero de talentos que muchas veces desembocaron en el negocio musical. El dole, el subsidio para parados, hizo posible miles de grupos.

Se suele bromear que a esas ventajas se suma el clima isleño: si fuera más amable, no había incentivo para encerrarse en un local de ensayo o un estudio casero. En realidad, los condicionantes culturales son poderosos: la genuina pasión por todo tipo de músicas que caracteriza a los británicos. Sin olvidar la apertura mental a otras culturas, una herencia –hay que reconocérselo a Sandbrook- de los tiempos imperiales. Lo llaman multiculturalismo y, aunque ahora tenga mala fama, está detrás de mucha música extraordinaria.

Sumen otras particularidades: un país pequeño, con alta densidad de habitantes, donde un impacto regional se convierte fácilmente en éxito nacional. Con un ecosistema musical altamente caníbal, que crea semanalmente nuevas sensaciones y obliga a los fenómenos de la pasada semana a tocar fuera. Todo con la connivencia de una industria ávida, que invierte en nuevos artistas.

El negocio del pop alimenta industrias auxiliares: la moda, el diseño, el audiovisual, los medios especializados. Todos los oficios están altamente especializados y, sospecho, son recompensados de manera más equitativa que en los años sesenta. No se escuchan historias de horror similares a las protagonizadas por vampiros como Larry Parnes, Don Arden o Allen Klein. De hecho, abundan los casos de managers o creadores de discográficas que se arruinaron al servicio de sus clientes: piensen en Tony Wilson, Rob Gretton, Alan McGee.

McGee, fundador de Creation Records, se dejó engatusar por Tony Blair, un primer ministro (¡y antiguo guitarrista!) que pretendió institucionalizar el respaldo a la industria británica de la música. Aquel flirteo terminó mal. En realidad, las palancas gubernamentales ya existían: el pop, como materia y como profesión, está integrado en el sistema educativo. Y la BBC sigue funcionando como maravilloso cómplice. Así que el pop británico tiene todas las papeletas para mantener su hegemonía comparativa. Ni siquiera un Brexit acabaría con la demanda.

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