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CRÍTICA / LIBROS

Recuerdos de un contubernio

Antifranquistas del interior y del exilio se reunieron en Múnich en junio de 1962 para plantear la democratización de España. Fue un fracaso, pero no fue en vano

José-Carlos Mainer
Joaquín Satrústegui, Fernando Álvarez de Miranda y Jaime Miralles, en Fuerteventura, donde fueron confinados tras regresar de Múnich en 1962.
Joaquín Satrústegui, Fernando Álvarez de Miranda y Jaime Miralles, en Fuerteventura, donde fueron confinados tras regresar de Múnich en 1962.

El libro de la británica Frances H. Stonor Saunders se titulaba ¿Quién paga las copas? La CIA y la guerra fría cultural (1999), pero la edición norteamericana y la española suprimieron la primera frase, que no dejaba de ser el ingenioso epitafio cómico de un feo asunto que —entre 1965 y 1967— había revelado la revista Remparts, cuyas averiguaciones fueron difundidas de inmediato por un reportaje de The New York Times (que en España tradujo la revista Triunfo).

Medio siglo después subsisten las prevenciones porque unos cuantos dólares de la Fundación Ford (y no creo que muchas copas…) se pagaron a algunos españoles, unos del exilio y otros del interior, liberales, progresistas o socialdemócratas, que casi nunca supieron en serio que luchaban contra el comunismo, porque creían que lo hacían contra Franco, como les recordaban los amables delegados extranjeros del Congreso por la Libertad de la Cultura. Pero el despiste nunca resulta simpático, ni la aventura tuvo mucho riesgo. En La primavera de Múnich, de Jordi Amat, hay tres protagonistas ideológicos: el anticomunismo surgido del antiestalinismo de los años treinta, los antifranquismos (que eran muchos y mal avenidos) y el exilio, que tampoco era una condición compacta. Y el autor ha gobernado con destreza de narrador los hilos que trenzan este capítulo español de la guerra fría cultural que tuvo su apogeo en lo que la prensa de Franco llamó el “contubernio de Múnich”, en mayo de 1962. Su libro presenta tan vertiginoso cambio de escenarios como un fascinante reportaje y un desfile de personajes e historias digno de novela de aventuras (y, a veces, de comedia traviesa).

Allí están Julián Gorkin, el veterano trotskista y anticomunista, tan incansable en sus campañas como en su capacidad de autodescrédito. Y Salvador de Madariaga, maniobrero y seguro de sí, tan ferozmente antifranquista como políticamente conservador. O José María Gil Robles, a punto de lograr su resurrección política pero no la unión de la democracia cristiana. Y algunos eminentes catalanes que hacían todo lo que podían por el problema español… y por el futuro de Cataluña: Josep Benet, Marià Manent… Hay exiliados distinguidos que veían todo con alguna distancia y bastante lucidez: Ferrater Mora y Francisco Ayala. Y Tierno Galván, que se escurría siempre; Rodolfo Llopis, que perdía apoyos, los republicanos que se desesperan porque la monarquía vuelve a ser una solución posible. Y en todas partes está Dionisio Ridruejo, exfalangista, paladín de la reconciliación desde inicios de los cincuenta, aliado de los catalanes que admira y de los exiliados, cuya confianza logra. Es el único capaz de racionalizar y explicar aquella maraña de deseos vehementes y desconfianzas invencibles, de la que algunos fueron víctimas: el ejemplo más doloroso es Pablo Martí Zaro, el hombre de Seminarios y Ediciones y de la revista Mañana, a quien ni siquiera habíamos dado las gracias hasta la publicación de este libro.

Todo fracasa. Fracasa la propia reunión de Múnich (el “contubernio”), pero también aquel coloquio sobre “Realismo y realidad en la literatura contemporánea” que nació bajo los mejores augurios, como fracasan los encuentros sobre Cataluña y “Castilla”, igual que siempre ha ocurrido… El ministro Fraga juega mejor las cartas que le dejó su estúpido antecesor, Arias Salgado, y el franquismo más terne. Con ellas logró cotas de desvergüenza y servilismo difícilmente superables: incluyen la persecución de José Bergamín, la campaña de justificación del asesinato de Julián Grimau y la publicación del panfleto anónimo Los nuevos liberales… Pero que todo fracase no quiere decir que no sirva de nada. En esos años absurdos se produjo la desconexión definitiva de la cultura y el franquismo, se conquistaron algunas cotas de libertad de expresión y se produjo la lenta incorporación de los monárquicos a la oposición.

Jordi Amat ha sabido contarlo muy bien, ha usado con sagacidad los documentos personales y alguna vez ha entrado en escena para subrayar una mirada y una línea en una carta o para hacer una conjetura. Por supuesto, nos recuerda que la historia de este fracaso tiene dos lecturas. La de los aguafiestas recordará que allí se anticipó la Transición futura, decidida a que todo siguiera igual. La otra reconocerá que aquellos hechos denegaron cualquier viabilidad al franquismo como tal, aunque nadie mató al perro, ni se le puso cadena, y murió de viejo y ladraba todavía… La tierra prometida que Ridruejo, como Moisés, no llegó a ver no era el paraíso. Amat cita a menudo a Tony Judt, que nos ha recordado que, en la Europa de 1945, todos los finales fueron tan insatisfactorios como eficaces: en Francia, en Italia o en Alemania. España no sería la tardía excepción; quizá convenga recordar ahora la prevención tradicional que pide no arrojar también al niño al vaciar la tina donde se le ha bañado.

La primavera de Múnich. Jordi Amat. Tusquets. Barcelona, 2016. 480 páginas. 22,90 euros


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