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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Destierro en Fuerteventura

Juan Cruz

El siglo XX fue cruel con Unamuno. Fue desterrado (de Salamanca a la isla canaria de Fuerteventura, en 1924), por la dictadura de Primo de Rivera. Fue desposeído del rectorado de Salamanca por la República de Azaña, a la que zahirió. En 1936 Franco lo sedujo; pero luego, cuando el viejo rector se enfrentó a Millán Astray y éste despreció su inteligencia, el vasco que siempre estuvo contra esto y aquello, contra “los hunos y los hotros”, se quedó solo y perseguido hasta por la muerte. El último día del 36 lo oyó respirar por última vez.

Pero tuvo un renacimiento aquel año 24 en Fuerteventura el atormentado autor de El Cristo de Velázquez. El destierro supuso un alivio, casi unas vacaciones; escribió versos (sobre la isla, muy hermosos), e incluso se divirtió mostrándose desnudo y como un excursionista feliz a bordo de los camellos. Una foto famosa, en la que anda sobre el lomo de ese animal triste, sedujo a un muchacho de Málaga que no paró hasta hacer de su figura una película que hoy se presenta en el festival de Málaga.

Ese muchacho es Manuel Menchón, malagueño de 39 años; descubrió a Unamuno leyendo, a los 13, San Manuel Bueno, mártir y en una edición de los libros del filósofo vio aquella fotografía, que es la inspiración de La isla del viento, como ha titulado su película (como una novela de Juan Luis Cebrián que ocurre en Menorca, también ventosa). La película recoge aquellos momentos infelices de Unamuno, el origen del destierro, la terrible diatriba con Millán Astray; pero aquí, como Menchón dice, “Unamuno recupera la felicidad de su infancia”. En la película se le ve con los pies en la arena, entrando en una de las playas de la muy seca Maxorata; “ese momento simboliza cómo recuperó ahí esos recuerdos de niñez en Euskadi”. Y el Unamuno ceñudo, atravesado por el rencor que le produjo Primo de Rivera, se hizo otro hombre; fue ese el Unamuno de los camellos. Le da su estampa (con el mismo rigor, acentuado en la semejanza física, que le dio a su visión teatral de Azaña) José Luis Gómez. Tenso como Unamuno, el actor recoge los matices en los que, entre arenas y desierto isleño, el poeta recupera la ternura.

Es curioso, decía ayer Jean-Claude Rabaté, autor, con su esposa Colette, de una monumental biografía de Unamuno, que una figura tan principal de nuestras letras no haya tenido hasta ahora ni una película, ni una serie de televisión en su propio país…, aunque en Francia ahora le dedica France Culture un programa en el que participa el propio Rabaté. Quizá aquellos incidentes del inicio de la Guerra Civil confundieron al público español sobre su posición intelectual y se ha desperdiciado la ocasión de conocerlo a fondo. Queda pendiente, por ejemplo, la inmensa correspondencia unamuniana, más de 20.000 cartas en las que se puede rastrear la tristeza del destierro (y su felicidad) y las consecuencias anímicas de la riña del Día de la Raza.

Ese Unamuno de Rabaté tiene una contrapartida española en la monumental biografía de Jon Juaristi, paisano del filósofo, poeta como él. El biógrafo vasco recoge lo que Borges escribió en Sur, un año después de la muerte de Unamuno: “El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir; no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma”.

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