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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Julieta’: Mujeres en duelo

Se trata del mejor guion de Almodóvar en toda su carrera, un ejemplo de excelente trasvase cinematográfico

Vicente Molina Foix
Un fotograma de 'Julieta'.
Un fotograma de 'Julieta'.

En cierto momento de la trayectoria de Pedro Almodóvar, al estrenarse Tacones lejanos, escribí en algún sitio que cuando el cineasta cultivaba su lado dramático el resultado era un almodrama. La palabra, quizá por su conspicua sonoridad, le cayó en gracia a alguno, y creo que el propio director llegó a utilizarla. El almodrama era, según yo lo veía, una variante original y mestiza de los melodramas mayores de Hollywood (los de Sirk, Stahl o Minnelli), formada de quiebros tonales, registros contrapuestos y brotes de humorismo salvaje, todo ello acompañado por un concertante de boleros, coplas, chanson francesa y piezas de la música pop más impertinente y desbocada. Han pasado 25 años desde aquel título, y la paleta de Almodóvar se fue, con alguna excepción gamberra, ensombreciendo, agravando, sin por ello abandonar la agudeza inventiva -la incomparable chispa almodovariana- que para muchos espectadores es lo preferido y lo esperado, lo que le define y da unidad a su universo de recovecos y de fusiones.

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Ahora, a continuación de la gran travesura que supuso Los amantes pasajeros, Almodóvar no ha hecho melodrama ni almodrama, ni tampoco psicodrama. Ha escrito y filmado un drama del abandono y la culpa, del vacío interior y la pesada carga simbólica de los objetos y espacios que acompañan nuestras vidas, de las malditas casualidades y los encuentros fortuitos que a veces dan, en su imprevisible sesgo, un anticipo de lo que es el cielo de la felicidad y el purgatorio de su acabamiento. Un drama nítido y punzante, controlado en todo momento, exento de parodia y podado de esos jardines genéricos y aun transgenéricos en los que, tan aventuradamente, con tanta osadía, le ha gustado siempre meterse.

En Julieta la única naturaleza que interesa a Almodóvar es la del rostro humano como vehículo o máscara del alma en sufrimiento, por lo que los breves apuntes paisajísticos que se permite (el campo nevado por donde corre un ciervo confuso, el bravo mar atlántico al otro lado de una apacible ventana de pueblo, la montaña fértil que esconde la semilla de un devastador fanatismo) cobran el elocuente valor de un contrapunto.

Que no haya excesos ni excursos en Julieta no significa que el cineasta se haya cortado en lo que también esperamos de él, y ha perfeccionado con maestría creciente: el talento del correlato plástico a las figuraciones sentimentales, en este caso encarnado por el colorido y los papeles pintados de las distintas habitaciones en las que se desarrolla la acción, y por la refinada filigrana formal que tienen, por ejemplo, la escena amorosa de la pareja en el tren, un grabado erótico inscrito en el marco oscuro de la noche, o la bellísima secuencia de las cenizas del cuerpo fallecido vertidas en un océano que las acepta y las convierte en oleaje.

Otra de las substanciales novedades de esta película que tan gratamente sorprende es la escritura en que se apoya. Se trata, a mi juicio, del mejor guión de Almodóvar en toda su carrera, un ejemplo de excelente trasvase cinematográfico de un material de alta calidad, diseminado en su origen y aquí unificado con pleno sentido, sin que en ningún momento la localización española de los escenarios canadienses de Alice Munro chirríe. Como es sabido, Julieta se basa en tres relatos de Escapada (Carried Away), los titulados Destino, Pronto y Silencio, que en el libro funcionan como facetas inconexas de una línea argumental y unos personajes repetidos de uno a otro. No podemos desmenuzar aquí los pormenores de la adaptación del material literario a la pantalla, pero baste decir que en lo que corresponde a Silencio, Almodóvar sortea con gran precisión y enriquecimiento escenas tan difíciles como la de la visita que la madre, Juliet en el original, hace a ese Centro de Equilibrio Espiritual donde se ha recluido la hija. La escena entre Emma Suárez y la directora del establecimiento (Natalie Poza), adquiere en el idílico contexto del Pirineo (muy distinto al del sórdido pueblo del cuento) un carácter poderosamente inquietante, en el que lo melifluo realza lo siniestro. Esta reencarnación del mundo de Munro marca además otro hito en la obra del manchego, que prescinde de una de sus más recurrentes estrategias: la cita, el pastiche, el homenaje a otros realizadores, al teatro, la danza, la novela. Literatura y cine se alían aquí independientes y en plena armonía.

Julieta es película de mujeres dolidas, con la particularidad de que en su variado elenco femenino hay tres madres, cada una con una hija única. Es asimismo película de auto-disciplina de su autor, dándole al término la acepción penitencial. Para mí queda claro que la mortificación de registros estéticos a la que el director somete a su alter ego más fantasista y procaz evoca el castigo que sufren sus mujeres. Las tres madres se enfrentan a una pérdida, mostrada en una conmovedora elipsis por las manos tiernas y débiles de la madre enferma (Susi Sánchez). Pero las madres son hijas, o lo han sido, y las pierden a su vez, mientras los padres las aman y las abandonan, estando ellos igual de desvalidos. Quizá la vida es un duelo interrumpido a ratos por goces, y este film sobrio y grave, pero siempre absorbente, nos cuenta lo primero y nos da lo segundo.

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