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La maestría del fracaso

'La muerte de mi hermano Abel' es la invención más arriesgada de Gregor von Rezzori

Juan Villoro
Rezzori cubrió los juicios de Núremberg. En el centro, Hermann Göring. A la derecha, Von Ribbentrop en una de las jornadas.
Rezzori cubrió los juicios de Núremberg. En el centro, Hermann Göring. A la derecha, Von Ribbentrop en una de las jornadas.Afp

Todo libro parte de una desmesura: el autor supone que eso puede ser escrito, que el caos de borradores desembocará en una versión definitiva. Publicada en Alemania en 1976, La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori, trata de la imposibilidad de armar una novela. El protagonista, Aristides Subicz, es un guionista que ha vendido su alma a los demonios del cine comercial y lleva 19 años tratando de componer una historia que lo redima, la gran novela de la posguerra europea.

Donjuán compulsivo, seduce a una prostituta y logra que ella goce contra su inicial voluntad. La chica escudriña sus pertenencias y encuentra un desordenado manuscrito, el libro que el lector tiene en las manos. Curiosamente, el narrador había descubierto su talento gracias a otro encuentro erótico: olvidó un guion entre las sábanas revueltas de una prostituta y el próximo cliente resultó ser un editor que lo leyó con admiración.

Subicz es hijo del azar. Nacido en Rumania, crece como un apátrida que pasa de una mujer a otra en busca de la tierra perdida. Prostituye su talento en pésimas películas mientras escribe una ambiciosa novela sin estructura. El lenguaje y el dinero son para él medios de ostentación y engaño: “Qué maravilla: ser amado por una prostituta que está a disposición de cualquier hombre, de la que cualquier hombre se sirve sin pensarlo; y ser amado por ella gracias a que uno tiene un mejor dominio del lenguaje, el cual, igualmente, es una puta de la que cualquiera se sirve”. En un pasaje indeleble, describe casas desdibujadas por la metralla y recuerda una acuarela pintada por un cabo austriaco con veleidades artísticas. Adolf Hitler logró la broma macabra de que la realidad se pareciera a sus pésimos dibujos.

¿Qué sentido de responsabilidad deriva de una guerra perdida? Subicz compensa sus carencias con cínico hedonismo; en medio de las ruinas, es un dandi que colecciona zapatos. También es un artista. ¿Puede su novela adquirir la lógica que no tiene su destino? La muerte de mi hermano Abel es, entre otras cosas, una teoría de la novela, tradición que polemiza consigo misma: del Quijote a El hombre sin atributos, las catedrales del género ponen en duda la noción de “forma”. Subicz lanza una arenga contra la cultura francesa, que conoce al dedillo, pues ha pasado largos años en París. El fondo de su ataque es éste: detesta la celebración francesa de la forma. Incapaz de ordenar su libro, se entrega al desplazamiento psicológico de odiar cualquier criterio formal. El país con la más elaborada clasificación de quesos es la diana de un escritor sin brújula.

Rezzori nació en 1914 en la Bucovina, punta oriental del Imperio Austrohúngaro. Educado en alemán, vivió una tensa relación con esa cultura. Su virtuosismo verbal lo llevó a contar por radio anécdotas que dieron lugar a un best seller: Historias de Magrebinia. En tiempos en que se hablaba de la “hora cero” de la cultura alemana, Rezzori cayó en pecado: tuvo éxito con tramas de irónica ligereza. Amado por miles de lectores, fue visto por la crítica como una figura pop que no se tomaba en serio. Sin preocuparse de su imagen, actuó en películas, condujo programas de televisión y escribió para revistas femeninas. Perfeccionó su distanciamiento exiliándose en la Toscana. En forma paralela a su festiva producción alimentaria, concibió frescos narrativos en la cuerda de Proust, Musil y Broch, y aceptó el equívoco de ser un famoso autor ligero y un clásico secreto. El creador de Magrebinia, pintoresca región de Mitteleuropa, también fue el de Memorias de un antisemita, Edipo en Stalingrado y Un armiño en Chernopol.

Parábola de una Europa que no ha podido juzgarse a sí misma, La muerte de mi hermano Abel recorre ciudades en ruinas que se reconstruyen en aras del consumo

La muerte de mi hermano Abel es su invención más arriesgada. La novela de Subicz carece de unidad. Ese desperdicio se convierte en la obra maestra de Rezzori. Las escenas de posguerra que provienen del diario de Subicz producen una intensa confusión emocional. La descripción de una hilera de prisioneros cagando adquiere el incómodo atractivo de las tablas de Hieronymus Bosch. Kundera se ha referido a la “belleza por error” para describir la estética que deriva de elementos que parecerían rechazarla. Eso ocurre con Rezzori. Un tren transporta deportados y prostitutas y, por obra del lenguaje, ese convoy del oprobio se transforma en una secuencia expresionista. Cito la impecable traducción de José Aníbal Campos: “El tren se pone otra vez en movimiento, se separa del limo humano, del desesperado tumulto de los bombardeados, de sus gritos, se aparta poco a poco de la harinosa luz de las farolas bajo el techo tiroteado de la estación y se adentra en la negrura abstracta de las vías del servicio: varillaje deforme partido, esqueletos de vagones calcinados, ruinas de máquinas de una mágica modernidad”. Rezzori cubrió los juicios de Núremberg para la radio alemana. Ante los responsables del ultraje, anticipó la tesis de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal” (esos pasajes de la novela provienen de 1946-1947).

Parábola de una Europa que no ha podido juzgarse a sí misma y padece la vocación cainita de asesinarse fraternalmente, La muerte de mi hermano Abel recorre ciudades en ruinas, sin identidad propia, que se reconstruyen en aras del consumo. Una región multicultural convertida en una abstracción dominada por la técnica y la estadística. El desorientado Subicz busca asidero en los esquivos cuerpos de las mujeres y ensaya un último cortejo: seducir a un agente literario, judío francés afincado en Nueva York que degusta la literatura como si fuese un costoso paté. Debe convencer a ese socio detestable, esnob, necesario. Como Fausto, aún puede ganar la inmortalidad. No ha escrito su maldita novela pero enseña lo que tiene: el desorden anterior al prodigio. Esa pedacería revela los entretelones del genio, el backstage de la creatividad. “Hay que fracasar mejor”, propuso Beckett. Subicz no logró su cometido. Con deslumbrante pericia, Rezzori logra el suyo: fracasa con la maestría que no alcanzó su personaje.

La muerte de mi hermano Abel. Gregor von Rezzori. Traducción de José Aníbal Campos. Sexto Piso. Madrid, 2015. 808 páginas. 33 euros

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