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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El mayor espejismo

Miguel Ángel Blanco expone en el Thyssen el cuarto de juegos del Oeste más grande que haya existido nunca

Antonio Muñoz Molina
El indio crow Dos Silbidos. Foto: Edward S. Curtis
El indio crow Dos Silbidos. Foto: Edward S. Curtis

Como su propio nombre indica, el Lejano Oeste no es un lugar sino un indicador de dirección, una distancia que nunca se cubre por muy largo que sea el viaje que conduciría hacia ella. Lo que empezó a llamarse así hacia finales del siglo XIX era una prolongación o una parte de otro territorio aún más fabuloso y más amplio, las Indias de los navegantes y los exploradores españoles, que habían tenido mucho más que ver con la literatura y los desvaríos de la leyenda que con la geografía. Lo que veían era tan desmesurado y tan fantástico que le daban nombres tomados de los libros de caballerías, y lo poblaban con criaturas de la mitología y de los bestiarios medievales, y con ciudades y reinos que siempre parecían estar más allá y los impulsaban a organizar expediciones catastróficas. El primer viajero europeo que atravesó a pie la distancia inverosímil entre el golfo de México y la costa del Pacífico en California, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, nos dejó un relato en el que la pura observación antropológica deriva hacia la alucinación. Cabeza de Vaca fue el primer europeo que vio manadas de bisontes, y también el primero en tener ante sí unas amplitudes espaciales de una escala que todavía hoy desafía la capacidad de la mirada y de la inteligencia humana para abarcar el mundo.

El Oeste era demasiado inmenso para ser percibido o representado con fidelidad, y quienes lo exploraban sentían siempre que lo más valioso todavía estaba mucho más allá, o que se desvanecía en cuanto lo alcanzaban. Los navíos en los que Cabeza de Vaca y los soldados del gobernador Pánfilo de Narváez navegaban en busca de la Fuente de la Eterna Juventud y las Siete Ciudades del Oro naufragaron en la costa misma de Florida. Las expediciones militares que los virreyes de Nueva España enviaban al norte de Río Grande se perdían como gotas de agua en el mar de aquellos territorios o regresaban derrotadas por bandas de guerreros comanches a caballo. Los mapas que se llegaron a hacer a pesar de todo presentan una belleza temible de cordilleras, costas abruptas, grandes ríos que merecen el adjetivo que les dio Pablo Neruda, los ríos arteriales. En 1598, el mismo año de la muerte del rey Felipe II en su palacio anticipadamente funerario de El Escorial, el sargento mayor Vicente de Zaldívar hizo en Nuevo México el primer dibujo europeo de un bisonte.

Los mapas son enormes, con una especie de rudeza epidérmica que se corresponde con los territorios que describen: el dibujo en grafito del sargento Zaldívar ocupa una hoja de papel de poco más de 20 centímetros de lado. Los he visto y he podido comparar sus tamaños en el Museo Thyssen, en las salas de la exposición que ha organizado Miguel Ángel Blanco, La ilusión del Lejano Oeste. Blanco jugaba de niño con indios y vaqueros de goma, leía tebeos y novelas y veía películas del Oeste, llevaba un cinturón con balas de plástico y una pistola enfundada al costado, y entrenaba con sus amigos para sacarla a toda velocidad y volver a enfundarla ágilmente después de un tiroteo imaginario. Como tantos artistas plásticos, Blanco ha sido y es un acumulador de cosas, un chamarilero del pasado y de la variedad del mundo. Esa vocación de acumular y atesorar le ha servido siempre en la creación de sus propias obras, y la ha desplegado ahora en esta exposición con una desmesura que imagino cercana a la glotonería y a la embriaguez. Ha exhumado cuadros y cuadernos de litografías sobre el Oeste en el almacén del Thyssen. Ha visitado el Museo de América en Madrid y el Archivo de Indias en Sevilla y algunas de las mejores colecciones de culturas indias de Estados Unidos. Y además ha traído un cabezón enorme de bisonte del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, así como cráneos de osos, de zorros, de castores, de pájaros, plumas de cuervos y de águilas, piedras menudas de desiertos, cortezas de secuoyas, sonajeros rituales, tocados de plumas, fotografías, carteles de películas, hasta una filmación espectral de danzas indias tomada con una cámara que diseñó Thomas Edison.

Quizás lo que más nos atrae del Lejano Oeste es el choque entre una realidad asombrosa y el poderío de las ficciones en torno a ella

En español la palabra ilusión sugiere ensueño y esperanza; en inglés, puro engaño, espejismo. Quizás lo que más nos atrae a algunos de ese mundo que se ha llamado el Lejano Oeste es el choque entre una realidad asombrosa y finalmente trágica y el poderío de las ficciones que desde el principio se tejieron en torno a ella, y que la fueron suplantando al mismo tiempo que se derrumbaba. La forma de vida de los indios de las grandes praderas apenas duró tres generaciones: a finales del siglo XVIII la doma de los caballos había favorecido la primacía de la caza, el nomadismo y la guerra; en las primeras décadas del XIX la expansión hacia el oeste de Estados Unidos ya estaba acelerando los efectos de las matanzas y las enfermedades contagiosas, y las expulsiones y desplazamientos forzosos de tribus habían aniquilado importantes culturas, poblaciones enteras.

Hacia 1830, cuando George Catlin empezó su gran catálogo visual de las vidas de los indios, y su colección de trajes y objetos, ya era consciente de documentar un mundo que desaparecía. De las comunidades con las que se había encontrado Cabeza de Vaca en el siglo XVI no quedaba poco tiempo después más que el testimonio que su mismo relato. En 1837 Karl Bodmer pasó muchos meses dibujando retratos y escenas cotidianas de los indios Mandan: al cabo de un año una epidemia de viruela había acabado con ellos. Las soledades monumentales de Yellowstone y de Yosemite pudieron convertirse en los primeros parques nacionales de Estados Unidos porque las poblaciones nativas que las habían habitado durante siglos se habían extinguido. El Sitting Bull majestuoso y sereno de la fotografía de D. F. Barry de 1885 es un guerrero vencido que se gana la vida haciendo de sí mismo en el circo de Buffalo Bill. La ilusión del Oeste fue la locura de la búsqueda del oro y la rapiña destructiva de todos los recursos naturales, los bosques, las praderas convertidas en tierras de cultivo y de pastoreo, los minerales, las pieles de los bisontes; también fue la proyección del antiguo sueño europeo del paraíso terrenal situado a poniente y habitado por esa figura embustera y legendaria del Buen Salvaje, el primitivo valiente y orgulloso y no corrompido por la civilización. A medida que exploraban las llanuras de América y las islas del Pacífico, los europeos creían haber encontrado esas tierras vírgenes y esos ejemplos de una humanidad libre del pecado original. Pero apenas las crónicas ilustradas de sus viajes empezaban a alimentar esa leyenda en las capitales de Europa, su condición de espejismo se veía confirmada por la maquinaria imparable de la destrucción colonial.

Los niños que veíamos con fervor pelícu­las del Oeste vivíamos en el interior de un espejismo que Miguel Ángel Blanco ha seguido cultivando

Los niños que veíamos con fervor pelícu­las del Oeste y jugábamos a los indios en los primeros sesenta vivíamos sin saberlo en el interior de ese duradero espejismo. Miguel Ángel Blanco, a diferencia de casi todos los demás, lo ha seguido cultivando. Iba con él por las salas de la exposición en el Thyssen y le brillaba en los ojos la incrédula felicidad de encontrarse en el cuarto de juegos del Oeste más grande que haya existido nunca.

La ilusión del Lejano Oeste. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 7 de febrero de 2016.

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