_
_
_
_
_
IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mala fe

A la mente humana le cuesta menos rendirse al fanatismo que habituarse al ejercicio siempre difícil y muchas veces inseguro y angustiado de la racionalidad

Antonio Muñoz Molina
María Ángeles, onubense de 22 años, fue detenida cuando intentaba viajar a Turquía tras abrazar el yihadismo.
María Ángeles, onubense de 22 años, fue detenida cuando intentaba viajar a Turquía tras abrazar el yihadismo.

Nada como la persistencia del oscurantismo para mantener despierto y alerta el espíritu ilustrado. El mejor antídoto contra la frivolidad posmoderna es el acoso continuo que sufren los mejores logros de la modernidad. Dicen que cuando le preguntaron a Gandhi qué opinaba de la civilización occidental se quedó pensando y contestó: “Que sería una gran idea”. Lo que creíamos superado o resuelto está o pendiente de un hilo o todavía por hacer. Un amigo al que sus viajes profesionales por el mundo le han dejado un archivo de toda clase de historias me contó que hace unos años, en Arabia Saudí, asistió con horror a la lapidación de una mujer acusada de adulterio. La habían enterrado hasta la cintura, tapándole también las manos para que no pudiera cubrirse la cara. El organismo oficial correspondiente había suministrado la cantidad de piedras necesaria para la ejecución. El derecho a lapidar a una mujer lo reserva la ley islámica exclusivamente a las casadas. Los pensadores más sofisticados certificaban con desdén el anacronismo de las antiguas causas progresistas —los derechos civiles, la igualdad de las personas— en nombre de las identidades colectivas, y desmentían con los dogmas del relativismo cultural la universalidad de los valores ilustrados. Más sagrada que la soberanía personal sería la pertenencia a una cultura originaria, aun en el caso en que ésta incluyera el sometimiento y hasta la mutilación. En un acceso de fervor multicultural, el arzobispo de Canterbury sugirió hace no muchos años la conveniencia de que a los musulmanes británicos se les permitiera regirse por la sharía. Lapidar a una mujer adúltera, cortarle una mano a un ladrón, al fin y al cabo, son costumbres muy arraigadas, dotadas de ese prestigio de lo autóctono y lo milenario que tanto seduce a personas criadas y educadas con todas las comodidades de la vida moderna, con todas las ventajas de la sociedad abierta y de la tecnología.

En la vida moderna el prestigio de lo arcaico se mantiene más firme que nunca. La sociedad abierta parece desatar en muchas personas una nostalgia virulenta por las seguridades del dogma religioso y las jerarquías inflexibles. Del ejercicio de la racionalidad proceden los hallazgos científicos y los avances de la tecnología, pero la racionalidad es más vulnerable de lo que parece a las tentaciones del fanatismo y la sinrazón, y el conocimiento científico se contamina con frecuencia de prejuicios ideológicos; en cuanto a la tecnología última, que tantos arrebatos sospechosamente religiosos despierta en personas propensas al papanatismo de lo nuevo, lo mismo sirve para provocar desastres que para remediarlos, para difundir el saber que la ignorancia, para alimentar el pluralismo que el integrismo. De las mismas imprentas que multiplicaban los libros de Erasmo y Montaigne en el siglo XVI salían los manuales para cazar brujas y exorcizar demonios. Cuando Fritz Haber inventó a principios del siglo XX la posibilidad de sintetizar el amoniaco a partir del nitrógeno del aire, se desataron dos cadenas de consecuencias simultáneas: una de ellas, el aumento de la productividad de la agricultura gracias a los fertilizantes artificiales; otra, la fabricación de explosivos mucho más poderosos que todos los que habían existido hasta entonces.

El impulso integrista está mucho más enraizado en el hombre de lo que habíamos supuesto y la tecnología puede ser un acicate

El mismo descubrimiento favorece que haya mucha más gente en el mundo y que viva mejor, y también que sea mucho más fácil masacrarla. En los años veinte la radio, el cine, la fotografía, las nuevas técnicas de impresión abrieron posibilidades creativas inusitadas, y las pusieron al alcance de más gente que nunca: también sirvieron para que la propaganda de los regímenes totalitarios alcanzara toda su potencia abrumadora, su capacidad de colonizar las mentes y domar las voluntades, de cometer los crímenes y de ocultarlos, de construir infiernos y presentarlos como paraísos.

Como la pobreza y la ignorancia nos parecían un caldo de cultivo para las supersticiones religiosas, imaginábamos que el bienestar y el acceso al conocimiento las disiparían sin drama, igual que la buena alimentación y la higiene bastan para eliminar enfermedades endémicas. Pero el impulso integrista, religioso o no, está mucho más enraizado en el cerebro humano de lo que habíamos supuesto, y la tecnología, en vez de un antídoto, puede ser un acicate, y una herramienta de una eficacia mucho más persuasiva que las antiguas amenazas de las hogueras o las curaciones milagrosas de los santos.

Los utopistas del siglo XIX creían que el telégrafo, la navegación a vapor, el ferrocarril, el esperanto iban a favorecer el advenimiento de la fraternidad universal. Los anuncios de automóviles todavía repiten la leyenda de que el coche privado hace posible la libertad individual. Promesas no muy distintas nos siguen haciendo cada día los apóstoles de la nueva era de Internet y las comunicaciones instantáneas, el paraíso incondicional de las amistades de Facebook, las risueñas vidas inventadas y compartidas en la distancia. También eso forma parte de la pulsión religiosa, igual, por cierto, que la adoración por Steve Jobs, el luto que se difundió tras su muerte, las noches en vela de los fieles ante las tiendas de Apple.

Un portátil con una conexión wifi me permite escribir esta crónica y averiguar o comprobar los datos que me hacen falta sin moverme de mi cuarto, y me permitirá mandarla al periódico en unos segundos. Exactamente la misma tecnología le sirvió a esa chica de Almonte, María Ángeles, para convertirse al islam sin salir de su habitación y para entrar en contacto con el Estado Islámico, buscar una ruta de huida hacia Siria, comprar billetes, hallar direcciones y teléfonos de cómplices futuros.

Nada como la persistencia del oscurantismo para mantener despierto y alerta el espíritu ilustrado

Montaigne y Cervantes intuyeron que el gran don de la abundancia de los libros que había traído la imprenta llevaba aparejado el peligro de un ensimismamiento excesivo en las palabras escritas, que cobraban, por el solo hecho de estar impresas, la sugestión inapelable de la verdad. Encerrada en una habitación, hipnotizada por una pantalla, seducida por presencias y voces que le parecían más prometedoras porque carecían de cualquier relación con lo mediocre y lo fatigoso de la vida real, María Ángeles, con apenas 22 años, sin que nadie a su alrededor llegara a advertirlo, se convirtió en Maryam Al-Andalusiya. No le costó ningún esfuerzo encontrar las escrituras de su nueva fe. No tuvo que salir de su casa para asistir a reuniones secretas. Una mujer joven, educada en una sociedad laica, acostumbrada desde niña al trato igualitario entre las mujeres y los hombres, disfrutando desde los 18 años de plena soberanía civil, elige una forma extrema de ortodoxia religiosa que empieza por negarle su albedrío como mujer y la convierte en cómplice segura de derramamientos de sangre, en concubina de verdugos, en motivo de dolor irreparable y vergüenza para su familia.

A la mente humana le cuesta menos rendirse al fanatismo que habituarse al ejercicio siempre difícil y muchas veces inseguro y angustiado de la racionalidad. El fanatismo ofrece un catálogo de certeza y el abrigo de la comunidad de los fieles, la divisoria clara que los separa de los impíos. La voz del predicador iluminado suena en un desierto, o a través de una emisora de radio, o en una página web. El instrumento sería lo de menos, si la tecnología no multiplicara exponencialmente la capacidad de destrucción. El espíritu ilustrado es más imprescindible que nunca.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_