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¿Revolución y escándalo?

El maestro Theodor Currentzis ha incorporado su competencia y su criterio al catálogo de grabaciones de “La consagración de la primavera” (Sony). No he escuchado su versión todavía, pero sí he leído sus reflexiones sobre el énfasis que otorga al sustrato embrionario de la música popular, no sé si contraviniendo las intenciones del propio Stravinsky, cuya revolución consistía precisamente en desvincular la obra de cualquier referencia concreta y de cualquier convención folklórica.

Prefería recrearse el maestro ruso en la sensación de una música revelada. Tan revelada que el germen musical surgió de un sueño en cuyo desenlace se producía el sacrificio de una mujer, de una sacerdotisa, de una bailarina, para fertilizar el advenimiento de la nueva estación.

Semejante aparición nocturna intrigó tanto a Stravinsky que decidió confiarse al pintor Nikolai Roerich, no en cuanto artista sino en tanto experto en arqueología y mitos antiguos, incluidos entre ellos los episodios insólitos de los sacrificios humanos.

Le gustaba a Stravinsky idealizar sus memorias. Y le atraía aún más la idea de haber concebido una obra por iluminación, aunque la fama de “La consagración”, un collage sincopado, desquiciado, telúrico, provino del escándalo que supuso su estreno en 1913 –Teatro de los Campos Elíseos- y de su reputación de partitura revolucionaria.

¿Revolucionaria? André Boucourechliev enfatiza sus dudas en el libro sobre Stravinsky publicado en Turner, hasta el extremo de que considera “La consagración” una de las obras revolucionarias menos revolucionarias de la historia. Tan poco revolucionara la considera que le atribuye una especie de territorio de excepción, un paréntesis, incluso una obra "irrelevante" no ya respecto a su influencia en la música de su época, sino respecto a la obra del propio compositor, cuyo rumbo posterior al jaleo parisino engendraría esa maravilla naturalista de “El ruiseñor” que Robert Lépage transmutó en poesía.

Puede tratarse de un enfoque radical, pero la originalidad de la teoría matiza las razones de la “incomprensión” con que Stravinsky se jactaba de haber cruzado un umbral estético, erigiéndose en timonel de la vanguardia e irritando a los espectadores con una música dislocada.

Conviene aclarar –urge hacerlo- que Stravinsky, compositor de vocación tardía, era muy poco conocido entonces. Que Diaghilev lo había incorporado a la “maquinaria” comercial de los Ballets Rusos y que sus obras anteriores habían sido acogidas con cierto entusiasmo.

¿Qué sentido tenía entonces abjurar del autor de “Petrushka” y organizarle una escandalera? Fue el de 1913 un año muy controvertido para la historia de la música porque también entonces se produjo el “Skandalkonzert” en Viena, sobrenombre inequívoco de una velada incendiaria que permitió a Schoenberg –y a Berg, y a Webern- despecharse de la melomanía burguesa.

Y no exactamente por razones musicales. La polémica de aquél concierto también respondía a la sobreactuación de Schoenberg, indignado con los vieneses unos meses antes porque habían aclamado el estreno de los “Gurrelieder”. Una obra “revolucionaria” que el compositor austriaco consideraba impropia del reconocimiento de coetáneos. Y mucho menos concebida para que la aplaudieran como si fuera una sinfonía de Haydn.

Se retrató entonces un estado de animadversión recíproco que predispuso el fenómeno del “Skandalkonzert” y que antecedió el jaleo descomunal de “La consagración de la primavera”, no el día del ensayo general, resuelto con razonable calor, sino cuando el ballet se expuso al estreno.

Proliferan las hipótesis y las versiones en el memorial del 29 de mayo. Una de mis favoritas consiste en que el empresario Diaghilev habría abusado de los decibelios de la claque, de tal manera que la estrategia del éxito programado originó una especie de reacción beligerante a la contra.

Es posible, pero es más probable que la catástrofe no sobreviniera tanto por la obra en sí como por su ejecución. Y no la musical –Pierre Monteaux ocupaba el foso-, sino la coreográfica, responsabilidad de Nijinsky. Que fue un bailarín inmenso pero un coreógrafo discutido. Y traumatizado también, pues Stravinsky lo utilizó de chivo expiatorio.

Creo que la mejor manera de reponerse es un fabuloso DVD que aloja la coreografía de Maurice Béjart y la versión musical de Pierre Boulez con las huestes de Cleveland. Una revolución para los sentidos.

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