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LIBROS / ADELANTO

Un nido para el mejor humanismo

Gregorio Marañón Bertrán de Lis recuerda en 'Memorias del Cigarral' las visitas a la finca toledana de su abuelo de grandes de la cultura como Marie Curie o Juan Ramón Jiménez

Almuerzo en el Cigarral en 1932. En el centro, Édouard Herriot; a su izquierda, Manuel Azaña, Gregorio Marañón y Luis de Zulueta; a su derecha, Fernando de los Ríos.
Almuerzo en el Cigarral en 1932. En el centro, Édouard Herriot; a su izquierda, Manuel Azaña, Gregorio Marañón y Luis de Zulueta; a su derecha, Fernando de los Ríos.

El escritor Félix Urabayen conocía bien a mi abuelo y visitó pronto el Cigarral. En 1929 publica en El Sol un artículo que titula El Cigarral de las Altas Cumbres, haciendo un juego simbiótico entre la casa y su dueño: "Aun cuan­do se asegura que los cigarrales carecen de historia, el caso es que después hemos sabido ciertos pormenores de este retiro". Aquí se equivoca y atribuye la fundación a "un canónigo de origen burgalés llamado Jerónimo Marañón", para añadir que "el cigarral ha vuelto, nostálgico de espiritualidad, a otro Marañón que lo destina a la meditación investigadora y científica". Escribe que se trata de "un cigarral de clara ejecutoria ética…" y que su dueño tiene una "limpia estirpe moral de humanista moderno". De su interior le impre­siona el retrato al óleo de Marañón, con la firma de Ignacio Zuloaga y sus espacios acogedores que "hablan de trabajo y paz". Urabayen, tras referirse a la espléndida situación que tiene en la topografía cigarralera y condenar algu­na miseria inespecífica contra mi abuelo, concluye : "¡Cigarral de las Altas Cumbres, lo pequeño queda abajo!".

Unamuno, que fue un referente personal e intelectual muy importante para mi abuelo, también frecuentó el Cigarral. Una vez, al final de los años veinte, en un luminoso día de verano, coincidió con la condesa de Yebes y Lili Álvarez. La primera fue una mujer de excepcional belleza, que siempre tuvo conmigo, desde niño, un gesto de amable complicidad y aliento. Lili Álvarez era entonces una tenista mundialmente famosa. Tenía unos 25 años y había ganado los principales torneos europeos, entre ellos el de Roland Garros, y acababa de ser por dos veces subcampeona de Wimbledon, conmocionando al público con una falda dividida diseñada por Elsa Schiapa­relli. Persona de inmensa vitalidad, era campeona de esquí de España y, ade­más, la única mujer que consiguió, a sus diecinueve años, un triunfo como piloto de coche de carreras, al ganar el campeonato de Cataluña. De notable curiosidad intelectual, escritora y periodista, apoyó activamente el movimien­to feminista y escribió más tarde sobre asuntos religiosos. Como nos dejó escrito Carmen Yebes, Unamuno, para asombro de todos, después de que Lili Álvarez le fuera presentada, se volvió, entre distraído y displicente, pregun­tando: "¿Esta muchacha juega a la pelota, verdad?", sin añadir más comenta­rio. Y, sin embargo, con la fuerza que emanaba de su personalidad, don Miguel terminó por conmover a todos cuando recitó, con voz pausada y grave, el Cristo de Velázquez, mientras la luz del atardecer se fundía en la inmensidad de la noche. En aquellos años Unamuno llevaba siempre consigo un pequeño cuadernillo en el que, con letra menuda, clara y apretada, iba escribiendo poemas de su cancionero. El dedicado a Toledo lo iniciaría en alguna de aque­llas estancias en el Cigarral. Es su primer verso Sueña cómo queda el Tajo, sin que despiertes, Toledo. Y es que desde el Cigarral el río solo se siente en el ensueño del lejano rumor de su paso.

Marie Curie (derecha), en el Cigarral.
Marie Curie (derecha), en el Cigarral.

Otra tarde, Unamuno no tuvo tanto éxito. Leía, en la plazuela que hay delante de la casa, San Manuel Bueno, Mártir. Federico García Lorca le pidió a mi abuela con voz queda que le acompañara adentro para hacer una llamada urgente de teléfono. Al escaparse de la vista de los demás, se tiró al suelo y, con grandes aspavientos, empezó a gritar: "¡Muera Unamuno, muera Unamuno!", incapaz de soportar un instante más aquella lectura. Calmado por mi abuela, se reincorporaron pronto. Bajo los olmos y junto a la fuente, el escritor proseguía su empeño, insensible a los gestos de agotamiento de sus oyentes. Cuando por fin terminó, Federico se lanzó vestido al estanque de la fuente, liberando la pesadumbre de todos con aquella improvisada payasada, mientras Unamuno se mantenía imperturbable y ajeno al baño del poeta.

A Federico le encantaba venir al Cigarral, donde se sentía acogido por el calor de la amistad que mis abuelos le profesaban. Solía decir que quería comerse su tierra rojiza untada en pan. ¡Cómo contrasta este apunte, de tanta fuerza sensual, con el comentario que hizo Valle ­Inclán observando desde el Cigarral el color arcilloso de Toledo con el espíritu anclado en su Santiago de Compostela! "Este Toledo, cuando un día llueva, se disolverá", profetizó.

Lorca en ocasiones leía en el Cigarral sus poemas y obras de teatro. Marcelle Auclair, gran amiga suya y de mis abuelos, ha relatado la jornada del 26 de febrero de 1933, en la que dio lectura a Bodas de sangre poco antes de su estreno. El poeta había llegado con el capitán Iglesias en el coche de Bebé Vicuña y Carlos Morla, que también dejó su testimonio escrito: "Para llegar a casa de don Gregorio no se penetra en Toledo, se costean los muros y luego se asciende por un camino árido. Se entra, por último, en un jardín de coloridos bíblicos en que hay muchos aloes grises, ligeramente azulados, cuya dureza contrasta con la delicada espuma de los almendros que ya están flori­dos. La casa surge en medio de esta naturaleza amable y austera a un tiempo, acogedora, pintoresca y de una rusticidad que solo es aparente. La familia Marañón nos recibe con una afabilidad hospitalaria que tiene algo de cristiano, sentimiento que solo puede infundir la gente buena. El jardín evoca paz y felicidad… Durante el almuerzo la charla es animada y fácil, mientras en la chimenea chisporrotea un leño. Se habla de ese poeta excelso que es Juan Ramón Jiménez —tan serio siempre y tan hermético a veces— con su fisonomía de santo de madera. Cada vez que dirijo la mirada a través de los venta­nales, la incomparable estampa de Toledo me sobrecoge y me asombra. Es una visión arrobadora que no se cansa uno de admirar. Tiene algo de sacrosanto que sube al cielo. En la tarde Federico nos lee Bodas de sangre. Es un recitado escalofriante que inflama y derriba a un tiempo; lo enaltece aún más el escenario en que nos hallamos. La emoción que a todos nos embarga se transforma en algo así como una apoteosis íntima en los momentos en que declama Federico —que se vuelve “multitud”— el impetuoso impromptu de la muchacha alborozada que reclama: “¡Que salga la novia!”; algazara delirante que va creciendo con sonoridades de campanas… Marañón no resiste más y enjuga las lágrimas que asoman a sus ojos». Marcelle Auclair describe así ese mismo momento: "No leyó como un actor, ni se complacía en la dicción de las palabras como suelen hacer los poetas, pero interiorizó con tanta inten­ sidad la realidad de sus personajes, que nos hizo verdaderamente temblar, como cuando el cante jondo hiela la sangre. Cuando Federico terminó, a Marañón se le saltaron las lágrimas". Tras la lectura salieron a pasear por los cerros haciéndose fotografías y contemplando la vista de la ciudad. El texto de Morla termina así: "Bajo el hechizo de esta lectura, que conservaré graba­ da en mi alma como se atesora lo sublime que no volverá a producirse, damos un paseo por las lomas vecinas… Se presenta ante nuestra vista extasiada el espectáculo más grandioso que es dado imaginar: un arcoíris magnífico, per­fecto, nítido, de una intensidad inusitada que encierra en su curva multicolor a la ciudad… nos quedamos estáticos, petrificados, como en suspenso, ante esa visión inefable, casi inhumana… Siento una mano que se posa sobre mi hombro. Es Federico que, como otras veces, ha penetrado mi pensamiento. Con una entonación sugestiva y honda me pregunta: '¿Te gusta España?".

La casa surge en medio de esta naturaleza amable y austera a un tiempo, acogedora, pintoresca y de una rusticidad que solo es aparente

Otro significativo visitante del Cigarral fue Ortega, por quien mi abuelo sintió una gran admiración intelectual. Juntos constituyeron, con Pérez de Ayala, la Agrupación al Servicio de la República y compartieron la amarga experiencia de su fracaso y un largo exilio desterrados por las dos Españas: fascistas y revolucionarios amenazaron sus vidas. La amistad que unió a los Ortega y a mis abuelos tenía su origen en la que mantuvieron José Ortega Munilla y Miguel Moya, continuó entre sus hijos y nos une hoy a quienes conformamos la cuarta generación.

El conde de Romanones fue otra figura familiar en el Cigarral, al que se trasladaba desde el suyo de Buenavista. También en este caso la profunda amistad que se profesaron trascendió a las siguientes generaciones. Romanones, reputado por su escaso desprendimiento, con mi abuelo fue siempre generoso y, así, le regaló la mesa de piedra que tenía en los jardines renacentistas de su cigarral, procedente del palacio de don Álvaro de Luna en Cadalso de los Vidrios, cuando mi abuela le pidió autorización para copiarla. Esta mesa, que posee la fuerza espacial de una escultura, se ha convertido en un elemento emblemático del Cigarral. Mi abuelo colocó sobre ella un antiguo reloj de sol labrado en mármol blanco que cuenta las horas que allí pasan sin herirnos. Azorín sugirió añadirle como divisa "apresúrate despacio" y, mucho más tarde, Cela se emocionaría al recordar cómo en ese reloj "el sol jugaba a perseguir el tiempo que don Gregorio iba sujetando dulce y firme a la vez".

Azorín y mi abuelo se conocían desde principios de siglo, pero se hicieron amigos muy cercanos durante el exilio de París. En una ocasión Azorín escri­bió : "He visitado en Toledo el Cigarral del Doctor Marañón. He visto con íntima complacencia el grato contraste que ha formado el Doctor en su jardín, en el vergel, en el cortinal. El gris casi ceniciento de las pitas contrasta dulce­mente con el sombrío verdor de los cipreses. En el compás de la casa he visto una mesa con reloj de sol". Mi abuelo tenía en su dormitorio toledano una oración de Azorín de 1907. Siempre me sorprendió el espíritu tan distante del de mi abuelo que reflejaba su texto : "No tengo ilusiones de nada… siento terror profundo ante los hombres que me rodean… no deseo ya conocer a nadie… no quiero estrechar nuevas manos…". Y, sin embargo, sí creo que se identificó con el final: "Señor, dame para descansar una casa tranquila y en el campo. Yo quiero tener en ella unos pocos árboles verdes… y ver todas las noches las luces misteriosas de las estrellas". Su diferente temperamento también se evidenciaba en los horarios. Como Azorín le escribió : "Cuando usted se levanta yo me acuesto: coincidimos en la luz prístina al quebrar al­ bores". En la Navidad de 1931 le dedicó un breve cuento:

El día después que nació Jesús en Belén, nació en idénticas circunstancias otro niño; reposó en el mismo hueco que formaba la paja en que descansó el cuerpecito de Jesús. Este niño, al hacerse hombre logró alguna fortuna; pero tenía un carácter muy raro; padecía la obsesión que el formidable mundo romano se iba a derrumbar y que una nueva moral iba a surgir en el planeta… Le tenían por loco… Visitó a varios físicos o médicos. Todos le dijeron que aquello era una enfermedad. Alguno avisó prudente­mente a las autoridades. Y el joven, que había salido de su país, continuaba su viaje hacia Es­paña. Y llegó a Toledo, en donde moraba un famoso doctor. Vivía el médico en las afueras de la ciudad, en un altozano en el que había una casa rodeada de un olivar. Expuso el joven los síntomas de su dolencia; el doctor le escuchaba absorto. Y cuando acabó el mozo de exponer sus ensueños, el doctor se levantó en silencio, abra­zó al joven y le dio un beso en la frente. El mozo murió al día siguiente de morir Jesús en Jerusalén, a la misma hora y en idéntico minuto.

En el caso de Cambó, ese gran catalán cuya aportación política a la España de su tiempo desafortunadamente se malogró, la entrañable amistad que le unió a mis abuelos se ha mantenido viva en las siguientes generaciones; y en el de Pi y Sunyer, su hijo Pere, primer consejero de Educación y Cultura de la Ge­neralitat de Catalunya tras la restauración democrática, fue amigo y compañero mío en el Banco Urquijo. Y es que muchas de aquellas grandes figuras propiciaron la creación de unas perdurables sagas de amistades familiares.

Excepcional trascendencia pudo haber tenido la reunión que mi abuelo organizó en el Cigarral, en 1930, entre Leopoldo Matos, ministro del Interior del último Gobierno de la monarquía, y Ángel Ossorio y Gallardo, en repre­sentación de los republicanos, para intentar alcanzar un acuerdo que llegaba tarde. En política, como en la vida, hay posibilidades que tienen su momento, pero cuando este pasa, resultan irrecuperables.

Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala en el acto de presentación de la Agrupación al Servicio de la República, el 4 de febrero de 1931.
Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala en el acto de presentación de la Agrupación al Servicio de la República, el 4 de febrero de 1931.Afonso

Mi abuelo también sintió siempre un gran amor por Cataluña. Conservo en el Cigarral la escultura modernista de Clará, que reza en su base: "Catalunya al Doctor Marañón"; se la regaló la Diputación de Barcelona tras asistir a Prat de la Riva en su lecho de muerte. Y en la celda monacal de su despacho, destacan una fotografía de Cambó y otra de mi abuelo dirigiéndose a la multitud en Barcelona, en 1930, durante el homenaje que algunos intelectuales españoles recibieron por su posicionamiento a favor de Cataluña, de su cultura y su len­ gua, durante la dictadura de Primo de Rivera. El ilustre fisiólogo Augusto Pi y Sunyer en una de sus visitas filmó una evocadora película con los anda­res rápidos del cine mudo. Constituye otro precioso recuerdo de entonces.

Durante los años de la República en el Cigarral hubo otros almuerzos relevantes, como los que mi abuelo ofreció al presidente del Gobierno, Diego Martínez Barrios, o, algo más tarde, al presidente del Gobierno francés, Édouard Herriot. A este último asistieron Azaña, Fernando de los Ríos y Salvador de Madariaga. Del encuentro nos ha quedado uno de los pocos testimonios que se conservan de la voz de Azaña. Madariaga, siguiendo el ejemplo de mi abuelo, también adquirió un cigarral al que denominó Ángel Guerra, intercambiando amistosas visitas durante sus estancias en Toledo. El de Madariaga fue confiscado por el Gobierno franquista al finalizar la guerra y vendido a particulares; hacia los años setenta lo adquirió un constructor toledano para derribarlo y hacerse una casa de nueva planta.

Lo más significativo de aquel fenómeno no es la lista de los innumerables visitantes de paso, sino la relación de los amigos que se reunían con asiduidad en la paz del Cigarral poseídos de un mismo espíritu liberal, para disfrutar de conversaciones y lecturas, para compartir conocimientos, para pensar apasionadamente en España. Al evocar los principales nombres de los componentes del cenáculo del Cigarral, repitiendo algunos de los ya citados, me apoyo en la tradición oral que ha llegado hasta mí, pues nunca hubo nada parecido a un libro de firmas.

De la Generación del 98, el Cigarral está lleno de recuerdos de Unamuno, Azorín, Baroja, Menéndez Pidal, Valle-Inclán, Gómez Moreno y Zuloaga. Posiblemente, Antonio Machado y Falla, dada la relación personal que tuvieron con mi abuelo, también lo conocieron pero sus visitas debieron ser más esporádicas. De la Generación del 14, la generación de mi abuelo, late aún la presencia de Ortega, D’Ors, Pérez de Ayala, Madariaga, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna y Teófilo Hernando. Pero ¿cuántas veces no les acompañarían Azaña, Sánchez Albornoz, Araquistaín, Prieto, Gutiérrez Solana, Jiménez de Asúa, Cambó o Pí y Sunyer? Y de la Generación del 27, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Benjamín Palencia, Victorio Macho y Melchor Fernández Almagro se incorporaron con luz propia a las jornadas de sus mayores. También forman parte del núcleo más íntimo del Cigarral Sebastián Miranda, el conde de Romanones, el marqués de la Vega Inclán, el marqués de Santa Cruz, José Hurtado de Mendoza y, naturalmente, los médicos, los queridísimos compañeros y discípulos de mi abuelo que tenían reservado en el Cigarral un puesto privilegiado. Como Luis Jiménez de Asúa escribió: “La morada campestre de Marañón lleva la impronta de su gusto propio y es un remanso de arte y de buenos libros… La tiene abierta a su amigos, con un gesto amplio de gran señor muy demócrata”.

En política, como en la vida, hay posibilidades que tienen su momento, pero cuando este pasa, resultan irrecuperables

Finalmente, una pléyade ilustre de extranjeros viajaba al Cigarral para participar en sus tertulias enriqueciéndolas con sus propias perspectivas y para saciar, como hispanistas, su sed de lo nuestro. La visita de Marie Curie constituye uno de sus mejores exponentes.

Había estado en España en 1919 y Marañón publicó en El Liberal una encendida crónica sobre la conferencia que pronunció. “Mientras el vasto anfiteatro de San Carlos se iba llenando de médicos, de hombres de ciencia, de mujeres —no tantas como debieran haber ido—, la gran investigadora disponía aquí y allá sus aparatos… Su palabra segura y precisa ha ido exponiendo toda la historia, las propiedades y las aplicaciones del radio y de los cuerpos análogos: un mundo de maravillosos misterios, de cosas ignotas, que en sus labios parecen tan sencillos, y que ha consumido su vida y la de su compañero muerto en una pugna diaria con lo desconocido… ni una sílaba se perdía, ni un movimiento de sus manos, manejando los tubos llenos del metal extraordinario… Ha hablado cerca de dos horas, sin fatiga ni emoción, como si expresase en voz alta y en la soledad sus meditaciones… La Reina Cristina, no distraía un punto de Madame Curie la fina atención de sus impertinentes, y, en un rincón, un grupo de monjas escuchaba también, llenas de asombro, a esta santa fecunda de una religión que ellas desconocen, que en lugar de contemplar a Dios le arranca sus secretos y los reparte entre los hombres”. Su segundo viaje a España tiene lugar en abril de 1931 y coincide con la proclamación de la República. Marie Curie escribe: “el ambiente que vemos en la joven república es de alegría, y emociona ver qué confianza tienen en el porvenir los jóvenes y muchos de los mayores. Deseo muy sinceramente que no sufran demasiadas decepciones. El domingo partiremos a Toledo… nos han ofrecido un automóvil del Gobierno con dos militares para llevarnos”. Viene al Cigarral con mis abuelos fascinada por “las conversaciones con los republicanos y el entusiasmo que tienen por renovar el país”. Mi abuelo la describe como “una mujer delgada y pálida, vestida de negro sin un solo adorno, tocada con un sombrerillo breve… que habla con una voz delicada y dulce pero segura, sin una contracción de su rostro, sin más que una leve y amable acción de sus manos, llena de modestia y a la vez de firmeza…”.

Otro intelectual francés, Jean Sarrailh, rector de la Universidad de París, también buen amigo de mis abuelos, describió uno de sus encuentros en Toledo, “en ese Cigarral en el que los amigos españoles y extranjeros de Marañón éramos recibidos avec tant de bonne grâce. Es un verdadero retiro de silencio, un lugar elevado del espíritu, cargado de una larga tradición literaria que continúa exaltando el alma ante el paisaje árido y quemado y la ciudad imperial que rodea el Tajo”. En aquella ocasión mi abuelo evocó el culto que sentía por Pierre Paris, el descubridor de la Dama de Elche, que le había regalado su primer microscopio. “Yo era entonces —le contaba mi abuelo— un estudiante lleno de ilusiones, y nunca olvidaré la bondad de su sonrisa ante la petulancia juvenil de aquel que, recibiéndolo, se creyó armado caballero de la ciencia y poseedor de una llave infalible para arrancarle a la naturaleza todos sus secretos. El viejo instrumento —añadió— todavía se utiliza en mi laboratorio junto a otros mucho más modernos”.

La señora Herriot acompañada por Marañón durante su visita a Toledo el 31 de octubre de 1932.
La señora Herriot acompañada por Marañón durante su visita a Toledo el 31 de octubre de 1932.Alfonso

En el Cigarral anida entonces el mejor de los humanismos. Se habla de ciencia, arte, literatura y política en conversaciones de vuelo alto y respetuosa tolerancia. Entre 1921 y 1936 el Cigarral se convierte en la más transitada puerta de entrada a Toledo para los principales personajes de la época. Pero el Cigarral es también el destino último de muchos de aquellos ilustres viajeros que, como escribió César González Ruano, acuden para visitar a Marañón “como si fuera una catedral humana”. Es un humanista del Renacimiento que vive en plenitud su propio tiempo. Posee un poderoso y dulce magnetismo que trasluce en su mirada, como dice el poeta, la hondura de lo humano, y que conoce además el secreto de curar las almas y los cuerpos. “Llegaba uno a él como a esos paisajes gratos donde es bueno reposar, desde él se ve el mar y el día azul está sobre nosotros, fijo, seguro de que no nos va a dejar”, escribió Juan Ramón Jiménez.

El Cigarral había alcanzado el momento de mayor esplendor de su pequeña historia, convertido en el lugar de reunión de los artífices de uno de los periodos más brillantes y fecundos de nuestra cultura. Pedro Laín, uno de los mejores intérpretes de la figura de mi abuelo, lo ha denominado “el medio Siglo de Oro”, y también es conocido como la Edad de Plata de la cultura española. Sus protagonistas sintieron además la vocación de España con el mejor de los impulsos patrióticos.

Gregorio Marañón Bertrán de Lis es académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, académico honorario de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Histórica de Toledo.

Memorias del Cigarral. Gregorio Marañón Bertrán de Lis. Taurus. Madrid, 2015. 240 páginas. 28,90 euros. A la venta el 15 de octubre.

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