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la película de la semana | EL CLUB
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el corazón de la perversión

La fotografía áspera, casi oscura, de la película de Pablo Larraín ambienta el encierro dorado de cuatro o cinco curas pederastas

Carlos Boyero
Los curas protagonistas de 'El club', observando una carrera de galgos.
Los curas protagonistas de 'El club', observando una carrera de galgos.

Qué suerte tuvo Proust de que el sabor y el olor de la magdalena le sirvieran, además de para acostarse temprano durante tanto tiempo, para recuperar con maravillosa escritura (de acuerdo, a veces agobiante o aburrida) la búsqueda del tiempo perdido. Yo identifico con el rechazo a ese tiempo de mi infancia y adolescencia impunemente destructivo, machaque de la inocencia, constatación en primera persona y hasta el día de mi muerte de las barbaries cotidianas que se pueden consumar desde el poder, a algo tan concreto y hediondo como la halitosis. Ya sé que es una enfermedad de la boca o del estómago, que me da pavor que yo inconscientemente la padezca aunque la elegancia, el respeto, o la piedad de las personas a las que les llega mi voz o mi aliento no lo manifiesten.

EL CLUB

Dirección: Pablo Larraín.

Intérpretes: R. Farías, A. Zegers, A. Castro, A. Goic, A. Sieveking.

Género: drama. Chile, 2015.

Duración: 98 minutos.

Yo la odio. Son las señas de identidad en mi recuerdo de mucha gente apestosa que me deseducó cuando era un niño. Y ese aliento apestoso en las obligadas confesiones, ese olor a anís y a coñac en sotanas rancias, el tocamiento y el abuso (y nunca vi lo que ocurría en las habitaciones cuando se apagaban las luces, pero sí vi a críos humillados, secretamente violados, a gente a la que no le dejaron elegir su sexualidad, todo entre brumas o evidencia). Y pasados infinitos años, con un Papa insólito que reconoce y pide castigo para abusos tan ancestrales como clandestinos, me sigo preguntando si es una operación de marketing para salvar un inmenso negocio de la ruina, o si el Dios justiciero le exige cuentas y rectificación a su iglesia.

La fotografía áspera, casi oscura, tan parecida al tono más grisáceo de la existencia, de la película de Pablo Larraín El club ambienta el encierro por parte de la jerarquía religiosa de cuatro o cinco curas pederastas que se pasaron demasiado en su vicio hacia los niños. Cuida a estos torturados y complejos hijoputas, apestados, tan protegidos en su destierro como se debieron de sentir cuando eran una institución, en imposible camino de redención, una monjita maquiavélica, manipuladora, muy lúcida respecto a la amenaza que exigen las apariencias en la nueva época de la Iglesia, cortándole las alas mediante el chantaje al ejecutivo que ha mandado el Vaticano para ocultar la mierda.

Esta película malévola, claustrofóbica, cáustica, abarrotada de comprensible mala hostia, provoca malestar, mal cuerpo. Y los malos, borrachos, resignados a su abyección, con temor a perder el último refugio, corrosivos al intentar defender sus instintos, se defienden como pueden contra una hipocresía de la que eran conscientes todos su jefes, visitados compulsivamente por una víctima patética, un niño al que se folló alguno y que se ha convertido en su madurez en un sicópata con causa.

Existe un atmósfera muy perversa en este inquietante retrato de pecadores que se dedicaban a predicar la virtud. Esa vieja casa junto al mar, a diferencia del inmortal poema de Gil de Biedma, no permite impagar viejas cuentas, no sufrir, sino vivir como príncipes entre las ruinas de su inteligencia.

Pero los apestados tienen anverso y reverso. Me dan mucha grima, aunque también fascinación. Y les deseo lo peor, que su intemperie sea absoluta, que les creen serios problemas con su sinceridad a esa iglesia que les protegió y les desterró al fin del mundo para ocultar su infamia. Es una película salvaje, necesaria, que te pone mal cuerpo. Son las cumplidas intenciones de su inquietante director.

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