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Munch radical

No es extraño que su obra pictórica y escrita se encuadre a la perfección con la de los literatos contemporáneos de esas mismas latitudes, como Ibsen, Hamsum y Strindberg

Munch en su estudio de Skrubben, 1911
Munch en su estudio de Skrubben, 1911A. F. Johansen (Munch Museum)

"Lo que hay que sacar a la luz es el ser humano, la vida", escribió el pintor noruego Edvard Munch (1863-1944), quizás, junto con Van Gogh y Gauguin, quien animó más el camino de la expresión artística de las emociones, la tendencia que, surgida a fines del siglo XIX, se convirtió en la clave basamental del expresionismo.

A las puertas de la inauguración, en la sede madrileña del Museo Thyssen-Bornemisza, de una importante retrospectiva de este gran pintor, dos editoriales españolas han publicado sus escritos: en una versión amplia y con el título El friso de la vida (Nórdica) y en otra más comprimida, Cuadernos del alma (Casimiro). Además de propender a la manifestación de los sentimientos más violentos, Munch también se preocupó por dar realce al sentido simbólico-narrativo de los cuadros en un momento en el que, por lo general, se empezaba a desdeñar este aspecto "literario" de la pintura. En este sentido, cobra particular importancia conocer sus escritos sobre lo que él pintó y, en general, sobre el arte, como ocurre con los que dejó su admirado Vincent van Gogh, nacido 10 años antes, aunque, en su caso, el frenético frenesí vital agostara prematuramente su existencia.

Al margen de sus propias cualidades extraordinarias como pintor, muy modernas formalmente, al comprimir al máximo los medios plásticos a su alcance, buscando la intensidad cromática y la simplificación compositiva, pues es retrocediendo hacia modelos cada vez más primitivos como en arte se progresa, la hirviente caladera emocional de Munch surgió del inesperado venero del norte de Europa, quizás porque allí el desarrollo se hizo de forma más subitáneamente abrupta. Munch perteneció de lleno a esa categoría estética que el historiador del arte estadounidense Robert Rosenblum denominó "la tradición romántica del norte", en la que el componente simbólico desempeñó un papel fundamental. No es extraño, por tanto, que su obra pictórica y escrita se encuadre a la perfección con la de los literatos contemporáneos de esas mismas latitudes, como Ibsen, Hamsum y Strindberg, con los que tuvo una relación, a veces, muy estrecha.

Por lo demás, la propia biografía trágica del pintor, cuyo medio familiar fue muy asfixiante, el de un padre exigente hasta el desequilibrio y con la amenaza constante de la muerte a su alrededor, atizó su caldera emocional hasta lo insoportable. El colapso nervioso padecido en 1908, que le recluyó un tiempo en un sanatorio, le salvó la vida, aunque atenuó la fuerza de su arte. Su escritura poético-aforística no deja un resquicio para la retórica, porque Munch quiso vivir a fondo hasta la muerte, y, quien se plantea las cosas en esta radicalidad, es trágicamente preciso, haga lo que haga.

El friso de la vida. Edvard Munch. Traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun. Nórdica. Madrid, 2015. 192 páginas. 15 euros

Cuadernos del alma. Edvard Munch. Traducción y selección de David Tiptree. Casimiro. Madrid, 2015. 72 páginas. 8 euros

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