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Marcos Ordóñez

Manuel Gutiérrez Aragón fue un niño enfermo, encamado en mitad del comedor y atendido por abuelas y sirvientas, en la Torrelavega de posguerra. Un niño que iba para escritor y se topó con el cine. “El cine reconstruía una vida posible en una realidad ausente, inaceptable. Las películas no eran irreales: simplemente ofrecían una realidad que existía en otra parte. Los actores lo demostraban: habían estado allí”. ¿Se puede contar mejor? Muchos años más tarde, cuando el cine acabó para él, volvió a la literatura, que ya había frecuentado en sus guiones, pródigos en historias fantásticas y diálogos memorables. Un día le dijo a Vargas Llosa: “Solo una cosa echo en falta: a los actores”. Vargas respondió: “Echas de menos tocar la vida”.

De esa nostalgia, de esa pérdida vital, nace A los actores, que acaba de publicar en Anagrama, un libro breve pero repleto de destellos conceptuales, de recuerdos intensos, de amor por el cine, por la escritura y por los cómicos. En ese libro habla de los bosques norteños de su infancia, de donde salían las historias, tras los pasos de los maquis Juanín y Bedoya, y cuenta cómo aprendió a dirigir actores observando los rituales familiares.

Manuel Gutiérrez Aragón publica un libro breve repleto de destellos conceptuales

De entre los muchos relatos y actores evocados, elijo el recuerdo de las pasiones desatadas por Ángela Molina en El corazón del bosque, aquella película en la que no había desnudos porque “el cuerpo de Ángela tenía tal presencia que un desnudo hubiera parecido una redundancia”.

Dice también Gutiérrez Aragón algunas de las cosas más certeras que he leído sobre Fernando Fernán-Gómez: “Con él parece que estamos viendo siempre algo más que lo escrito y representado, una sombra que le acompaña, hecha de sus papeles anteriores”. Ángela Molina y Fernán-Gómez trabajaron juntos en La mitad del cielo, de la que cuenta un episodio singular. Va a rodarse la secuencia de la cena, en la que ambos se emborrachan y se seducen. Fernán-Gómez pide vino “de verdad”. La toma se repite varias veces, las botellas se vacían, y de repente ella comienza a tratarle de usted. Gutiérrez Aragón no entiende ese cambio e intenta hacerla volver al tuteo. Alfredo Mayo, el operador, le muestra el rostro del actor en el combo: el alcohol le había envejecido de golpe, “y por eso Ángela había comenzado a tratarle de usted: le parecía un anciano y era incapaz de mentirle a la cámara”. Al día siguiente, concluye, el vino volvió a ser fingido, y fingida la borrachera y la iniciación del amor, y la secuencia y las interpretaciones resultaron verdaderas.

Solo una cosa echo de menos en este libro: que Gutiérrez Aragón hable de su experiencia en el teatro, con El proceso, de Kafka, en el 79, y Morirás de otra cosa, la pieza que escribió y dirigió en el 82.

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