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IDEAS PARA ESTE MILENIO (I)

Cuando fuimos leves

Las dos décadas entre la caída del muro de Berlín y la de Lehman Brothers fueron las del triunfo de la ligereza. Su reverso es una crisis que fue cultural antes que económica

Italo Calvino, en una fotografía sin datar.
Italo Calvino, en una fotografía sin datar.

“Te deseo un agosto feliz”. Así se despedía Italo Calvino de Primo Levi en una carta de 1985 en la que le consultaba cosas del tipo de si poliuretano y polietileno valdrían como sinónimos en una traducción. Puntilloso y previsor, no podía prever que su amigo —químico antes que escritor— se suicidaría dos años más tarde o que él mismo moriría apenas un mes después de aquella consulta epistolar. Sucedió el 19 de septiembre de hace 30 años mientras ultimaba las conferencias que debía dictar en Harvard el curso siguiente. Era la primera vez que invitaban a un autor italiano a ocupar la Cátedra Norton, un foro de campanillas por el que ya habían pasado Igor Stravinsky o su adorado Borges (este año lo hará Toni Morrison). Calvino dejó sin redactar una de sus sesiones y ni siquiera llegó a viajar a Massachusetts, pero la publicación póstuma de aquellas charlas en 1989 (existe traducción española en Siruela a cargo de Aurora Bernárdez y César Palma) fue un hito al que contribuyó la fortuna de un título contundente. Lo que en italiano fueron sencillamente Lezioni americane, en castellano tuvo una versión del epígrafe inglés que manejaba su autor: Six Memos for the Next Millennium (Seis propuestas para el próximo milenio).

Levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad (la sexta, contundencia, fue la que no pasó de esquema) eran las propuestas del autor de Nuestros antepasados cuando faltaban 15 años para 2000 y el escritor, lo aclara en una nota, no percibía en el ambiente que esa fecha despertara “una emoción particular”. Las conferencias de Calvino son eminentemente literarias, pero los conceptos con los que trabajó han terminado por describir la sociedad actual. Antes de que leve se confundiera del todo con light, la levedad se consagró como virtud. Fue cuando, un año antes de convertirse en propuesta milenaria, el checo Milan Kundera la colocó en el título de una novela que causó furor: La insoportable levedad del ser. Insoportable, por supuesto, no era más que ironía en un libro que, como recuerda la primera lección de Calvino, trata sobre la “ineluctable pesantez del vivir” bajo un régimen comunista y dentro de una red tradicional de relaciones sociales y sentimentales.

No es casual que tanto el escritor italiano como el bohemio dedicaran cientos de páginas a preguntarse por el pasado y el futuro de su oficio en la era posindustrial, un tiempo que, doblada la esquina del milenio, ha quemado los puentes con la tradición, confiado su memoria a Google y sustituido el principio de autoridad por el número de seguidores en las redes sociales hasta hacer de la cantidad un criterio estético.

Durante siglos se mantuvo la esperanza de que todos seríamos cultos al alcanzar más bienestar

La caída del muro de Berlín en 1989 sorprendió a los filósofos discutiendo las ideas lanzadas 10 años antes por el francés Jean-François Lyotard. Lo que había empezado siendo un “informe sobre el saber” para el Consejo de Universidades de Québec terminó convertido en uno de los libros más influyentes de las últimas décadas: La condición posmoderna. Si resulta enternecedor el modo en que Italo Calvino —calificado a veces de narrador posmoderno— habla del triunfo del software sobre el hardware, sobrecoge la clarividencia de Lyotard: mientras las notas a pie de página se detienen en el auge de la videoconferencia o la posibilidad de que en todas las escuelas hubiera un ordenador (estamos en 1979), el cuerpo del ensayo vaticina que los expertos serán sustituidos por una amalgama de “inventores”, empresarios y líderes religiosos. La “clase política tradicional”, apuntaba el pensador francés, empezaba a ser parte de un pasado que cada vez mandaba (e interesaba) menos. La revolución conservadora de Margaret Thatcher estaba recién instalada en Downing Street y la de Ronald Reagan a punto de hacerlo en la Casa Blanca cuando Lyotard publicó su enmienda contra los conceptos de legitimidad y autoridad, basadas desde antiguo en los “grandes relatos” del conocimiento, la libertad y el progreso.

Ni que decir tiene que la cultura “tradicional” no ha escapado a esa lógica deslegitimadora. Incluso alguien tan liberal como Mario Vargas Llosa decretó hace tres años en su apocalíptico ensayo La civilización del espectáculo que habíamos tocado fondo. Si, en 1948, T. S. Eliot —otro ocupante de la Cátedra Norton— temía que llegara un momento del que se diría que “carece de cultura”, Vargas Llosa —que añora los tiempos de Eliot— decretaba que ese momento es el nuestro. Los mejores defensores de las virtudes del mercado son, curiosamente, los primeros en lamentar la mercantilización de la cultura. Tal vez porque las mercancías (materiales o intelectuales) no siempre se comportan igual pero el consumidor sí.

Las dos décadas transcurridas entre la caída del muro de Berlín y la de Lehman Brothers fueron las del triunfo de la levedad. Cultura siempre fue crisis (para Delacroix todo era decadencia desde 1500), pero siempre quedó un margen asociado a las condiciones materiales de la sociedad. Durante siglos se mantuvo la esperanza de que todos seríamos cultos y benéficos al alcanzar un mayor bienestar: igual que las condiciones de vida de la minoría habían ido llegando a la mayoría, sus condiciones “espirituales” seguirían el mismo camino hasta que la alta cultura fuera, sencillamente, la cultura. No ha sido así. Por un lado, la democracia por su naturaleza (y por suerte) juega siempre contra la jerarquía. Por otro, la lógica del mercado aplicada a la educación puede producir rentabilidad pero no necesariamente criterio. Cuando al cliente se le da la razón, la quiere para siempre. Y toda: la pura, la práctica y la del juicio. Al contrario que los grandes almacenes, Kant no acostumbra a devolver el dinero.

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