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¡Viva Chile! Entre el respeto y el muermo

La noche dedicada a celebrar las bodas de oro de Quilapayún fue un éxito rotundo

La banda chilena Quilapayún.
La banda chilena Quilapayún.Pablo Sánchez

El festival La Mar de Músicas ha vuelto a acertar en la elección del país invitado y lo demostró consiguiendo el lleno absoluto del auditorio El Batel de Cartagena. Las 1.400 butacas numeradas fueron ocupadas por bastantes chilenos inmigrantes que, bien representados por el embajador Francisco Marambio, no quisieron perderse el (auto)homenaje que harían sus paisanos músicos. Otros muchos jóvenes de los 60, nostálgicos de aquellas importantes revoluciones venidas de otros países con democracia y crédulos en las ideas izquierdosas durante nuestra Transición, tampoco quisieron faltar para rememorar y quizás comprobar si aún son válidos aquellos cantos de esperanza con los que poder lograr un nuevo cambio.

Sería lógico pensar que también acudió algún que otro apasionado por la canción de autor con tinte folclórico, demostrando así que estos estilos musicales están bien vivos y que gozan de más tirón popular que, por ejemplo, el omnipresente pop indie. Lo cierto es que no muchos jóvenes pudieron verse comentando batallitas por los pasillos de metacrilato del moderno edificio y sí a bastantes críticos cuestionar con argumentadas opiniones el respeto y muermo que a la vez les produce una propuesta musical como la que se pudo disfrutar en dos (o tres) partes.

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En primer lugar, aparecieron seis de los miembros actuales de la histórica formación Quilapayún, acompañados por un bajista francomexicano -el único no ataviado con el identificativo poncho negro-. La Plegaria a un labrador supuso el primer recuerdo para el desaparecido Víctor Jara y, como era de esperar, despertó la primera ovación. Ante la ausencia del fundador Eduardo Carrasco, el peso del estandarte recayó por cuestión de veteranía en Carlos Quezada, aunque no sería él quien se dirigiese al público presentando el repertorio sino otro de los dos compañeros que pintan canas.

Cantaron al orgullo patrio, a la hipocresía eclesiástica, a la inmigración quimérica, a la memoria encargada de siempre recordar aquella Matanza de la Escuela Santa María de Iquique, a su propia historia, a los triunfos y derrotas obtenidos durante su andadura, a la libertad, a la esperanza y, obviamente, a la figura de Jara, y de este mismo al mítico Che Guevara.

Los Quilapayún invitaron a sumarse en Mi patria a su paisano Manuel García, de quien declararon: "Se trata del relevo entre la Nueva Canción Chilena y la Nueva Generación de Cantores Chilenos". Rompieron la monotonía vocal con la instrumental Ventolera, en la cual todo el protagonismo recayó las cuerdas de los tiples y las ligeras percusiones. Intentaron infructuosamente hacer gozar marcándose una cumbia del mexicano Fito Olivares. Y pusieron al público en pie con los himnos internacionalistas La murallaEl pueblo unido jamás será vencido, de Nicolás Guillén y Sergio Ortega, respectivamente, que lógicamente no podían faltar en tal celebración.

La segunda parte del programa estuvo destinada a interpretar íntegramente el polémico tributo que en 1998 se le hizo al más célebre de los cantautores chilenos -con permiso de Violeta Parra, la cual también tendrá su propio momento dentro de la clausura del festival y en voz de Pascuala Ilabaca-, adaptando cordialmente parte de su obra a la sinfonía de música clásica.

La voz solista que en aquel disco interpretó al mismísimo Víctor Jara (aunque recuerde más a la del cubano Silvio Rodríguez), fue la del citado Manuel García, quien para la presente ocasión ha hermanado el proyecto con el Coro y Orquesta Sinfónica Región de Murcia, permitiéndose a modo de aperitivo el mostrar a solas con su guitarra -como buen cantautor que es- un par de bonitas composiciones propias: Témpera y Canción del desvelado. Y aprovechando que el modesto Pedro Guerra podía pasar por allí, como artista invitado, para cantarse a dúo más avanzado la noche aquella declaración de principios que supuso Manifiesto -la supuesta última canción del asesinado compositor-, también le brindó una oportunidad para hacerse tres de su discografía.

Desde la obertura Charagua, pasando por la también pieza instrumental La partida, hasta la proclama universal El derecho de vivir en paz -con todos los protagonistas de la velada unidos en el escenario y algunos sorprendentemente con la letra en mano-, se fueron sucediendo las dos suites que componen esta obra sinfónica de cincuenta minutos, intercalando temas corales con las interpretaciones de García y todo en cierto tono a nana tal como desprende el apreciable Luchín, invitando a unos cuantos espectadores al abandono de la sala o incluso facilitar echar una cabezadita.

A modo de exclusiva, los amigos Manuel y Pedro se dieron el lujo de cantar junto a una orquesta y coro completos una de las canciones más famosas en lengua española y, como no podía ser de otra manera, eligieron par el bis: Te recuerdo Amanda. Seguramente, más de uno hubiésemos preferido escucharlas con el único y sempiterno compañero del cantautor, que es la guitarra. Más aún en boca de su influyente autor.

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