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DIOSES Y MONSTRUOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y después de mucho tiempo, Brian Wilson resucitó

El paso de Dylan no es la única noticia musical. El líder de Beach Boys y Winehouse vuelven en biopics

Carlos Boyero
Imagen del concierto del 50º aniversario de los Beach Boys.
Imagen del concierto del 50º aniversario de los Beach Boys.Paul Oliver / Corbis

Escribo esto a pocas horas de que actúe en Madrid un músico, poeta, icono, alguien con justificada dimensión mitológica que durante 55 años ha regalado sensaciones, sentimientos, identificación emocional con sus palabras y sus sonidos, acompañando variados estados de ánimo, a múltiples personas en cualquier lugar medianamente civilizado del planeta. Se llama Bob Dylan. Tiene 74 años y al parecer alergia a quedarse en su casa. Le he visto sobre el escenario muchas veces. Algo que está al alcance de cualquier admirador, ya que se ha tomado en serio lo de vivir “on the road”. Su personalidad, o su forma de protegerse, siempre ha estado marcada por el secreto y su arte, y las palabras que salen de su boca se prestan a muy variadas y heterodoxas interpretaciones por parte de los que escuchan esas canciones. Pero el gran enigma no se oculta, su exhibición en los escenarios es permanente durante las últimas décadas.

Hay gente que legítimamente le encuentra insoportable, antes y ahora, o dependiendo de los infinitos caminos y giros que se ha inventado un hombre enfrentado permanentemente a lo previsible, que como Picasso podría afirmar sin arrogancia: “Yo no busco, yo encuentro”. Y otros le amamos incondicionalmente. Aunque nos mosqueemos ligeramente con sus villancicos y desbordado de emoción (¿imagino que tal vez arrodillado o haciéndole reverencias?) ante el papa Wojtyla. Pero esta noche no he hecho el menor esfuerzo por intentar verle. Ni siento que me estoy perdiendo algo excepcional. Y sé que debido a su edad está cercano el momento en el que le fallarán las fuerzas para seguir con esa existencia frenéticamente viajera. Y cada vez me gusta más su última entrega, Shadows in the Night. Pero desertar de esta cita que podría ser la última me plantea que mi alma debe de sentirse muy vieja, exhausta, renegando de alivios.

Al parecer no es obligatorio esperar a que la palmen los músicos para que el cine nos cuente su ajetreada vida

Hay más acontecimientos musicales, con formato de documental o de biopic. Mañana, martes, veré Amy, dedicado a esa mujer que no pudo o no quiso dejar de destruirse, en posesión de un estilo que transmite autenticidad y arte. Y además, debe de ajustarse bien a su tenebrosa realidad, porque ha encabronado al explotador padre de esa yonqui con una voz de seda, sensual, elegante, con clase. Y hace unos días vi un biopic más que curioso, también irregular, titulado Love and Mercy, que narra el infierno mental que padeció uno de los músicos más originales y grandiosos del siglo XX, un tal Brian Wilson, creador, compositor y alma de los Beach Boys. Es difícil para cualquier persona que ame la música no enamorarse de esa obra maestra, parida para el irremplazable y maravilloso sonido del vinilo, titulado Pet Sounds. Y yo guardo entre mis recuerdos imborrables de adolescencia haber escuchado por primera vez en la radio un tema que combinaba muchas variantes de la hermosura, una deslumbrante armonía vocal. Esa canción maravillosa, ‘Good Vibrations’, la podías gozar sin la menor sombra de empacho hasta que el disco sencillo acababa rayándose.

Love and Mercy retrata la creativa juventud y el sombrío y enloquecido otoño de Brian Wilson a través de los actores Paul Dano y John Cusack, ambos convincentes, pero especialmente inquietante el joven Dano. A los dioses les han concedido ese prodigio, la facultad de crear belleza mediante la música, de reinventar continuamente el sonido, de buscar el perfeccionismo y arriesgar continuamente a costa de la infinita paciencia de su grupo (unido además por lazos familiares), los técnicos de sonido, la avidez de las compañías discográficas reclamando éxitos seguros y la repetición de fórmulas que han servido para vender millones de discos. Pero Wilson no cede, solo vive para expresar la música que impregna su cerebro y su corazón. Y luego es un ser precozmente atormentado, con pavor a un padre mercachifle y brutal, que no soporta subirse a un avión en una profesión en el que esto es inevitable, con fantasmas que le amenazan y explotan en su cerebro. El LSD y otras drogas aumentarán la confusión y el machaqueo de su vulnerable cerebro, le encerrarán en una angustia difícilmente soportable. Y llegarán los cuervos presuntamente terapéuticos, un psiquiatra (espléndido Paul Giamatti, como siempre) que controlará cada minuto en la lúgubre existencia de su paciente, intentará convertirle en un vegetal para frenar su enfermedad. Esa terapia incluye la negativa a que el desdichado pasivo tenga la oportunidad de volver a amar y a ser amado, de intentar sentirse vivo. Solo le permiten seguir creando música, porque eso supone negocio y la posibilidad de seguir exprimiéndole. Pero como todo biopic que esté pendiente de la taquilla, el final no aconseja la tragedia. Nos cuentan que Wilson se recuperó mentalmente, formó una nueva familia y arrasó en solitario con su disco Smile. Todo ello cierto, afortunadamente. Pero si no hubiera sido así, seguro que los productores se las ingeniaban para inventarse un final feliz.

Esa canción maravillosa, Good Vibrations, la podías gozar sin la menor sombra de empacho hasta que el disco sencillo se rayara

Al parecer, no es obligatorio esperar a que la palmen los músicos para que el cine (o lo que peor, los telefilmes) nos cuente su ajetreada vida. En bastantes ocasiones lo ha hecho de forma olvidable. Creo que he visto películas sobre los Beatles, Elvis Presley y Frank Sinatra, pero no logro recordar nada de ellas. Las dedicadas a Johnny Cash, al épico y grandioso hombre de negro que vigilaba el camino en medio del permanente pasote anfetamínico, o al ciego y estremecedor Ray Charles (prestándole escasa atención a su larga y dolorosa historia de amor con el caballo) solo eran correctas y estratégicamente académicas. Lo mejor de ellas eran las interpretaciones de Joaquin Phoenix y de Jamie Foxx. Amadeus era poderosa y trágica, aunque la continua risa del actor que interpretaba a Mozart me pusiera muy nervioso. Y el magnífico Ed Harris fue un Beethoven muy creíble, pero a la película le faltaba grandeza. Detesto el tono inútilmente psicodélico que utilizó Oliver Stone para retratar a Jim Morrison en la irritante The Doors. ¿Y cuándo el cine ha estado a la altura del legendario músico al que pretendía revivir? No hace falta pedirle esfuerzos a la memoria. Lo hizo de forma inolvidable el mejor Clint Eastwood retratando en la impresionante Bird la desgraciada y esplendorosa existencia del hombre que revolucionó el jazz con sus composiciones y el sonido de su saxo (no sé si fue el más grande con él, no le quitaría la razón a nadie que estuviera perdidamente enamorado de John Coltrane o de Lester Young), alguien llamado Charlie Parker. Pero la calidad escasea en los biopics sobre músicos, sobre gente que supo expresar con inmensa belleza todas las cosas, tristes o alegres, que alguna vez sentimos los seres humanos.

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