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Resentimiento de existir

Los cuentos de Samanta Schweblin remiten al lado oscuro de la realidad, a la pérdida, la enfermedad y la violencia

Marta Sanz
La escritora Samantha Schweblin.
La escritora Samantha Schweblin.Bernardo Pérez

En estos relatos, por los que concedieron muy merecidamente a Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978)el Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, no se da árnica al lector. No se colocan pomadas sobre la quemadura: la pérdida de los seres amados, la violencia afectiva, la enfermedad, el sentimiento de haber sido desposeído, el egoísmo, se hacen una bola en el estómago. Esa actitud, que nos coloca sobre cristales rotos, implica un alto riesgo en una época en la que parte del éxito —literario, comercial y las dos cosas a la vez— consiste en la destreza de los escritores para quintaesenciar el lado de bueno de las cosas, las flores del cupcake, el dabadabadá de la existencia, la crisis como oportunidad y esas visiones de lo humano que se parecen a los anuncios de refrescos. Schweblin se atreve a mirar el interior de los placares con una crueldad pasteurizadora que acaso surja de la vocación de visibilizar el daño.

Los relatos de Siete casas vacías se mueven sobre la franja que separa vigilia y sueño. Algunos se asemejan a pesadillas hechas realidad. Dentro de la tradición de esos cuentos de terror que a la vez son magníficos cuentos realistas —y viceversa—, lo real se aborda desde su reverso fantasmagórico y lo fantástico remite a la oscuridad de lo real. Schweblin nos conduce hacia una sensación incómoda que se agranda hasta la náusea. La eficacia de sus relatos se basa en la selección de anécdotas, situaciones, a través de las que la autora ofrece su poco complaciente punto de vista. En el centro de esa selección se vislumbra una enorme capacidad para radiografiar el entorno analizando el lugar común de una forma que, como señalaba antes, es a la vez realista e imaginativa: en ‘Nada de todo esto’, una hija acompaña a su madre en el periplo de invadir y apropiarse de espacios ajenos; en ‘Mis padres y mis hijos’, un hombre oculta que sus descendientes y progenitores se esconden desnudos en el jardín, como si su desnudez y saludable impudor hubieran logrado desdibujarlos del paisaje familiar; en ‘Pasa siempre en esta casa’, una mujer vive la pesadilla recurrente de recoger las ropas del hijo muerto de sus vecinos que sistemáticamente son arrojadas a su patio: de esa oscura repetición nace la exigencia de acotar, recoger, embalar como modos, tal vez fallidos, de pasar página; en ‘Cuarenta centímetros cuadrados’, una suegra le cuenta a su nuera una vieja historia quizá para que ocurra otra vez; en ‘Un hombre sin suerte’, un extraño le compra a una niña unas bombachas negras con corazoncitos; en ‘Salir’, una mujer sale de casa con el pelo mojado, en albornoz, y monta en el coche de un hombre: el ambiente es onírico y lo real se presenta en esa vertiente del absurdo que a ratos duele y a ratos conforta.

Aunque confieso mi debilidad por ‘Nada de todo esto’, el relato de apertura, tal vez la perla de Siete casas vacías sea ‘La respiración cavernaria’ y su protagonista, Lola, una anciana que convoca la muerte haciendo listas, embalando en cajas sus pertenencias, dándole a su vulnerabilidad la dimensión de lo maligno: aguarda a su esposo acurrucada en la cama, alargando artificialmente su malestar, para que el hombre se sienta culpable. Lola, obsesiva y controladora, verá cómo su vida se reduce a eterna repetición. De la pérdida. Del desconcierto. La vida son los cabos sueltos que siempre la habían incomodado. La repetición paradójica del olvido, una expresión donde se conjuga el peso de la machaconería con la volatilidad de la ausencia de recuerdos. Puede que la ausencia de recuerdos pese tanto como esas cajas que ocupan —asfixian— una casa que a la vez se va quedando hueca como manzana podrida. Las repeticiones simbólicas crean un ritmo malsano que resuena insistentemente en la cabeza de los lectores por el hecho de ser repetición —desgaste, erosión—, pero también por lo que se repite: cajas, ropa empaquetada, hijos muertos, matrimonios rotos, sensación de que alguien nos hurta amores o cosas que deberíamos poseer por derecho propio… Schweblin alcanza una pulida resolución literaria, una sencillez, que visibiliza lo visible —casas, patios, garajes— y lo invisible: se solidifica esa mezquindad interna que nace del resentimiento de vivir y de existir en determinadas condiciones.

Leemos queriéndonos tapar los ojos, pero dejando rendijas entre los deditos a través de las que reconocemos lugares comunes que siempre serán extraordinarios cuando los retrata una escritora tan competente como Schweblin. “Los ojos de los papanoeles no están pintados exactamente sobre los relieves oculares, donde deberían estar”. Y eso es lo que sucede en Siete casas vacías: siempre hay un desajuste, una contractura en la mirada, que enturbia esos comportamientos que, aunque cotidianos, nunca se despojan de su faceta siniestra.

Siete casas vacías. Samanta Schweblin. Páginas de Espuma. Madrid, 2015. 123 páginas. 14 euros.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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