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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Impúber

'Las tres Gracias' entraron a formar parte de las colecciones reales, junto a otros muchos cuadros de sensuales desnudos

'Las tres gracias', de Rubens, en el Museo del Prado.
'Las tres gracias', de Rubens, en el Museo del Prado.

Una impúber a punto de dejar de serlo, y recién llegada de provincias, inopinadamente se encuentra sentada, en el Museo del Prado, junto a un familiar adulto que le sirve de protección y guía, frente al imponente cuadro de Las tres Gracias (h. 1635-1640), de P. P. Rubens (1577-1640), y sufre, de inmediato, una traumática turbación ante este inesperado espectáculo carnal. Sin percatarse de ello, el familiar, “el tío Felipe”, se solaza en toda clase de instructivas explicaciones sobre las características formales y simbólicas del célebre cuadro, avivando impremeditadamente con ello la desazón de la sorprendida criatura. Con poco más que lo apenas apuntado, la escritora Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) da pábulo al breve relato titulado ‘Las tres Gracias’, uno de los que ha incluido en la antología de cuentos titulada El fin (Anagrama). La verdad es que no hace falta más información sobre esta historia para que el lector, no sólo se haga cargo de la situación de lo que le estaba ocurriendo a esa niña por sus adentros, sino hasta para imaginar el momento histórico preciso de nuestro país en que se produjo su zozobra ante este trío de mujeres desnudas que exhiben sus encantos en el marco de un feraz paisaje.

Adquirido por Felipe IV en la almoneda póstuma de los bienes artísticos de Rubens, a pesar de los escrúpulos morales que regían entonces y después en España, Las tres Gracias entraron a formar parte de las colecciones reales, junto a otros muchos cuadros de sensuales desnudos de afamados maestros de la pintura moderna occidental, si bien todos ellos con el paso del tiempo fueron pudibundamente recluidos en cámaras al resguardo de la vista pública hasta 1827, ocho años después de que abriera sus puertas el Prado. Legendariamente, la figura mitológica de las tres Gracias estaba asociada a la inspiración erótica, filosófica y artística, tan de suyo bien avenidas, como el término castellano “gracia”, de estirpe latina, significa, por supuesto, algo que “agrada”, pero, sobre todo, con la generosidad del don, como así lo subraya su asociación con la palabra afín “gratis”.

Recuerdo lo que dijo Kenneth Clark al contemplar Las tres Gracias: que era una cantata religiosa de acción de gracias por el sagrado don de la vida

En la poética cabeza de Soledad Puértolas, algo imprescindible para ser una excelente cuentista, pues en este género hay que comprimirlo todo hasta lo esencial, la historia de esa niña que se abisma a atisbar, por primera vez, el lado oscuro de la existencia y, de resultas, se perturba, es una excusa no sólo para tratar sobre la aleccionadora confusión de la adolescencia, sino para volcar su madura reflexión sobre la vida y el arte. De esta manera, so capa de visos autobiográficos, Puértolas, poniéndose en la piel de esa niña traumatizada hasta la amnesia y, luego, en la de su posterior versión feliz de mujer casada y madre presta a recuperar lo olvidado, aprovecha la rememoración de la infantil anécdota para hacer, no solo bellas e inteligentes observaciones sobre el cuadro en cuestión, sino, en efecto, para sacar un enjundioso fruto de la existencia.

De esta manera, Puértolas, esa niña-mujer, haciendo gala de ventrílocua, pone en boca de su tío Felipe la definición de cuál es la eventual fantasía varonil de cada una de las tres Gracias —la madre, la esposa y la mujer soñada—, que traduce la clave generosa de la existencia: dar, recibir y devolver. Pero, por si hay alguien que no capta todo lo que da de sí esta honda metáfora, no se corta un pelo Puértolas en descifrar el mensaje donde mejor se revela: “Las tres Gracias son finalmente, para mí, una alegoría del arte, porque el arte implica generosidad (…) Si no das, no recibes. En el arte, en cualquier arte, hay que darlo todo sin esperar nada a cambio, ninguna clase de recompensa o reconocimiento. El arte, mucho más que el amor, es generoso”.

Estremecido ante semejante afirmación, como si yo fuera una asustada impúber incapaz de madurar, recuerdo lo que dijo Kenneth Clark al contemplar Las tres Gracias, de Rubens: que era una cantata religiosa de acción de gracias por el sagrado don de la vida. Y, claro, le doy las gracias a la generosa Puértolas por haberme comprimido, en un breve cuento, todo lo que soy de más auténtico —mi infantica, mi locura y mi sueño—, cuando reposo mi cuerpo sobre esa “almohada de carne fresca” que es el arte.

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