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La escritura del miedo y la celebración

Knausgård viaja a su niñez en la tercera entrega de 'Mi lucha'. Lo hace en estilo ascendente, preparando el terreno al deslumbramiento, y con momentos reflexivos brillantes

¿Qué circunstancias propicias deben darse para ser un fenómeno literario internacional? Una puede ser publicar en EE UU de la mano del mejor agente literario del mundo y que los autores locales (pero universalizados por la colonización anglosajona) se deshagan en elogios hacia tu obra. Pero la principal: haber escrito una obra ambiciosa y capaz de señalar calmadamente el camino de una posible transformación de la novela.

Así que debemos ser cautos cuando escuchemos hablar del noruego Karl Ove Knausgård (1968) como el nuevo Proust, el Musil nórdico o incluso el Joyce de las autobiografías, pero también hemos de reconocer que las casi 3.600 páginas de Mi lucha, título a la vez irónico y literal, reconcilian con la verdadera literatura.

Compuesta por seis novelas (en España hemos podido leer las dos primeras, La muerte del padre y Un hombre enamorado, siempre en Anagrama), Mi lucha es una autobiografía, aunque definirla así quizá se quede corto. Mi lucha parte de la confianza de que la autobiografía dé nueva vida a la novela y, en un sentido más ajustado a la historia del propio Karl Ove, de la confianza de que el autor de dos libros extraños, uno de ellos sobre los ángeles, acercándose a la cuarentena y con una conciencia nítida del fracaso y del bloqueo, convierta su miseria cotidiana en gran literatura. Porque Mi lucha vive también de la paradoja de las mejores autobiografías: uno las escribe para ser aceptado como persona normal, pero sólo son leídas si los lectores valoramos la singularidad del autor y su escritura. Por eso podemos pensar que quizás éste es el género de ficción por excelencia: hay que inventarse un yo y dar cuenta de una vida en un tiempo en que, como escribió Walter Benjamin, la cotización de la experiencia se ha devaluado. Y sobre todo el escritor autobiográfico debe inventarse un lector, una comunidad y un orden para un mundo inestable.

En los libros de Knausgård no hay narcisismo ni búsqueda de la originalidad. Su grandeza es su voluntad de clasicismo, su querer ser casi útiles. El motor de su escritura es terapéutico, una liberación de los fantasmas familiares y sociales. Y en especial de un fantasma recurrente: los cuidados. La muerte del padre y Un hombre enamorado giraban en torno a la obligación de cuidar: al violento padre alcohólico en el primero y a los hijos en el segundo. En La isla de la infancia, quien debe ser cuidado es el narrador, el hijo pequeño.

En los libros de Knausgård no hay narcisismo ni búsqueda de la originalidad. Su grandeza es su voluntad de clasicismo, su querer ser casi útiles

Knausgård ha dejado para este tercer tomo el origen de la historia, los primeros años del niño Karl Ove con sus padres y su hermano mayor en una urbanización de la isla noruega de Tromøya. Y quizá por esto es el libro más clásico en su estructura. Sus célebres digresiones son más cortas aquí, atraídas por círculos concéntricos: la isla que es un colegio, la isla que es una urbanización, la isla que es una familia, la isla que es un niño. Su habitual estilo lento y demorado se vuelve más ligero en esta entrega, lo que puede convertirla en una buena introducción a la serie (Mi lucha rompe deliberadamente con lo cronológico). Es también el más apegado a las circunstancias: los años del baby boom y de la revolución silenciosa de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, un mundo técnico en el que, no sólo para el niño, “todo sucedía por primera vez”.

Esta entrega responde con mayor claridad que las anteriores a la estructura de la novela de aprendizaje. El narrador pretende dar sentido a su vida, pero cualquier intento es insuficiente (y lo “insuficiente” es la matriz de la novela de aprendizaje, por citar de nuevo a Benjamin). A esta inesencialidad del narrador responden los brillantes momentos reflexivos. Por ejemplo, la crítica del nombre propio: “¿No es, en realidad, increíble que un solo nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo?”. O la imposibilidad de retratar a la madre a pesar de que “ella me salvó, porque si no hubiera estado allí, yo me habría criado solo con mi padre, entonces me habría suicidado antes o después.”

Knausgård ha dejado para este tercer tomo el origen de la historia, los primeros años del niño Karl Ove con sus padres y su hermano mayor

Porque el padre es la gran figura (negativa) de la obra (de la vida) de Knausgård y, singularmente, de La isla de la infancia. No es difícil relacionar la soledad del niño maltratado por un padre que parece salido del Antiguo Testamento con clásicos de la novela de aprendizaje como Anton Reiser, de Karl Philipp Moritz. Y es que podemos coquetear con la idea de que Knausgård es un escritor moderno o casi posmoderno (y buena parte de la crítica anglosajona define su estilo como “maximalista”, “realista histérico” o incluso, erróneamente, desordenado y pasional), pero su lugar está en el de la gran novela de formación de raíz protestante, si bien adaptada al siglo XXI. Su estilo detallista es cualquier cosa menos desordenado. Responde a una lógica ascendente y prepara con paciencia el terreno al deslumbramiento. Nunca decepciona.

La isla de la infancia comienza cuando el narrador, aprendiendo a nadar, se hunde y descubre que el mundo es superficie, es decir, inestable. Es un exhaustivo tratado del miedo. Sobre todo del miedo al padre, pero también del miedo a caer, del miedo al ri­dículo y a la incomprensión. Del miedo como motor de la escritura: quien escribe de sí mismo siempre lo hace desde el miedo. Parte del miedo para llegar a la celebración del mundo. Por eso es difícil resumir todas las claves de un libro tan lleno de vida: la huida, el amor, el descubrimiento de la literatura, la música, la extrañeza ante el cuerpo, la envidia. Un libro memorable.

La isla de la infancia. Karl Ove Knausgård. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama. Barcelona, 2015. 498 páginas. 22,90 euros.

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