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'Bosch', la serie que sudaba sangre

Harry Bosch. No es un nombre demasiado particular, ni demasiado llamativo. Es el nombre de un policía sin dobleces, protagonista de la nueva serie de Amazon. El problema es que estamos tan acostumbrados a la glorificación del villano, al bueno-malo de manual, al psicópata simpaticote, al asesino que cuenta buenos chistes, que cuando llega un tío duro cuyas aristas tienen más que ver con lo que pasa dentro de su cabeza que con su modo de enfrentarse al mundo, nos miramos y decimos, “¿eso es todo?”.

En Bosch (protagonista de magníficas novelas de Michael Connelly) no hay grandes giros de guion, ni emocionantes persecuciones a toda velocidad, ni tipos hablando rápido mientras caminan por inacabables pasillos. Por no haber, no hay ni sexo (todo lo más, un par de polvos) y el que hay no trata de que el espectador sienta el deseo de levantarse para ir al baño. De hecho, y vista de lejos, podría parecer una serie anodina, fría y ruda. Es sólo esto último: ruda.

Es seca, rotunda y tiene la forma y el sabor de un puñetazo en la boca. Y eso es porque Bosch es auténtica, habla de códigos morales, de barreras intraspasables, de obsesiones que se agarran a tus neuronas como el amoniaco a tus bronquios. Bosch es como fumar cuando nunca lo has hecho: la primera vez que la ves piensas que aquello es demasiado amargo para tu gusto, que vas a acabar con la garganta al rojo vivo.

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Si habláramos de las mejores series policiacas de la década Bosch sacaría allí la cabeza, porque tiene diálogos brillantes (claros, áridos, fundamentalmente cristalinos), porque está magníficamente rodada, porque tiene un guion perverso, que enlaza las sombras en la cabeza del detective con las que todos tenemos siguiéndonos los pasos, esas que no se curan con pastillas, ni con terapia, las que guardas en la parte de atrás de tu cabeza esperando que no salgan de allí. La obsesión de Bosch, su diana, es descubrir al asesino de un niño cuyos restos han sido enterrados en lo alto de una colina, en medio de un bosque en los alrededores de Los Ángeles. Su sombra (la que le da caza) es la de otro niño, uno muy pequeño, huyendo de alguien que le persigue: la del propio Bosch, la de una infancia donde uno aprende la lección de la violencia (y aprende a lidiar con ella y hasta a abrazarla) cuando se supone que deberías estar ocupado jugando en un parque.

Ese caso, y el de un asesino en serie en plena ebullición, meten a Bosch en uno de esos marrones que activa las adicciones de cualquier yonqui de la adrenalina. A Bosch (debería dedicar un post entero al tipo que lo interpreta, el descomunal Titus Welliver, un actor condenado a ejercer de secundario cuando debería ser una estrella) su trabajo le pone cachondo, ni siquiera la presencia de su hija, su exesposa o su amante pueden desviar al rinoceronte que acaba de localizar a su rival por el rabillo del ojo.

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El problema es que en esta serie (algunos/as podrían decir que es lánguida) se toma su tiempo para acostarse con el espectador. No llega y va al grano, le gustan los preámbulos, largos. Uno lleva cuatro horas y piensa “¿pero este tío tiene intención de hacer algo o me ha traído aquí a que vea la comisaria”? Y efectivamente, cuando Bosch estalla, Harry El Sucio se escondería detrás de un utilitario y se olvidaría de contar cuántas balas ha utilizado.

Bosch, con su tristeza (eso es, tristeza, de esa clase salvaje, de la que nunca abandona los ojos), con su introversión, con su pocas ganas de charleta, con su suprema capacidad para eludir cualquier acto social y con esas reglas que no rompería ni por su madre, es —básicamente— una de las mejores representaciones de un ser humano que se han visto en televisión últimamente. Un tipo que no soporta la injusticia, para el que sólo existe el blanco y el negro, alguien de una pieza, una piedra que camina y respira. Y sin embargo, pocos personajes han respirado tanta humanidad, tanta angustia y tanta pasión. Pocos han sabido describir tan bien lo duro que es a veces mantenerse en pie, no dejarse vencer por la traición de aquellos que creías inmaculados, seguir amando aquello que sabes que no volverá a amarte jamás.

Bosch es la vida misma: las putadas, los malos ratos, los enemigos, la desazón; compensados por un paseo nocturno, una cena en ese sitio con un vino especial que ya habías pedido (pero que no te importa repetir), un polvo contra una ventana o el humo que sale de un arma descerrajada sobre alguien que lo merecía. Es una serie pequeña, una serie que no encaja, que no pretende nada. Paradójicamente, esa falta de ambición es el núcleo de su belleza. Una belleza extraña, desconcertante, pero dolorosamente familiar.

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