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EN PORTADA / OPINIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los libros del pasado

Con frecuencia se comparan los libros con los hijos. Sea o no verdad, los hijos crecen y los libros se quedan como estaban

Soledad Puértolas, en el estudio de su casa de Pozuelo de Alarcón.
Soledad Puértolas, en el estudio de su casa de Pozuelo de Alarcón.

Con frecuencia se comparan los libros con los hijos. El propio escritor, cuando le preguntan cuál de los libros que ha escrito es su preferido, suele contestar que los libros son como los hijos y que es absurdo e improcedente, además de injusto, preferir uno a otro. Sea o no verdad, tanto en el caso de los libros como en el de los hijos —que no hay preferencias—, la comparación acaba aquí. Los hijos crecen, los libros se quedan como estaban. La huella del tiempo, más que en los libros, se percibe en la lectura. Es el lector quien cambia y quien decide si el libro sobrevive a su época.

¿Puede hacer eso el escritor con su propia obra?, ¿puede convertirse él en lector desinteresado y distante de obras que ha escrito en el pasado? Los escritores, hijos como son de alguien, es decir, seres humanos que crecen y cambian, pueden experimentar cierta extrañeza ante la obra escrita años atrás. Él ha cambiado, y el libro, no. Sigue siendo el libro que escribió hace años. El libro es fruto de aquella edad, de aquel momento, de aquel que era entonces. La separación es patente, lo que a veces resulta doloroso, porque la conciencia del tiempo suele ir acompañada de una melancolía dolorosa, pero también puede constituir una feliz sorpresa. Le gusta, le asombra que hubiera salido de sus manos.

No leo los libros que escribí en el pasado. Su lectura me anclaría al tiempo en que fueron escritos. No quiero volver atrás. Cualquier persona que lea uno de esos libros míos —que Dios la bendiga— lo leerá desde su presente y no rememorará mi pasado. Entre otras cosas, porque no lo conoce. Pero yo soy irremediablemente lanzada hacia atrás cuando abro uno de mis libros. Y eso no me gusta nada.

Mis libros son parte de mi vida, responden a momentos de mi vida, a las sucesivas identidades que constituyen mi vida. Sucesivas y simultáneas, además. ¿Habré perdido, en el camino que va de un libro a otro, un “yo” particularmente interesante?, ¿habré ganado un “yo” fastidioso o malhumorado? Eso sería lo peor.

Pero a veces me invitan a realizar una lectura pública y debo escoger unos fragmentos de mi obra, lo cual es tan difícil que prefiero hacerlo un poco al azar. La fórmula, en todo caso, es leer el texto como si te fuera la vida en ello, como si se te hubiera concedido en ese momento la oportunidad de penetrarlo, de confundirte con él. Y, a la vez, con gran distancia, como si no fuera tuyo. Con emoción (la que tengas dentro de ti) y con respeto. Sin juzgarlo, sin retroceder, como si esas frases fueran algo completamente autónomo.

A solas, no merecería la pena. Pero, en público, adquiere un sentido. Estás ofreciendo de nuevo, desde la persona que hoy eres (si es que lo sabes y seas quien seas), un fragmento de tu pasado, y de pronto deja de ser pasado.

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