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Neil Young, el hombre elástico

La biografía en profundidad del músico dejó damnificados tanto al protagonista como al autor, Jimmy McDonough. El libro destapa el particular ‘modus operandi’ del cantante

Diego A. Manrique
El cantante canadiense Neil Young tocando la guitarra.
El cantante canadiense Neil Young tocando la guitarra.

Conviene recordar que Shakey. La biografía de Neil Young se publicó originalmente en 2002. El lector del presente deberá reprimir la carcajada cuando, en el primer capítulo, Neil Young proclama que jamás escribirá una autobiografía: eso, asegura, atentaría contra el derecho del oyente a adjudicar un determinado sentido a sus canciones. Neil ya va por el segundo tomo autobiográfico, que llegará a las librerías españolas en septiembre como Mi vida al volante.

Entre medias ocurrieron cosas que le empujaron a revocar su decisión. Mismamente, el ejemplo de Dylan: en 2005, Bob editó sus Crónicas, donde se saltaba las convenciones de las biografías al seleccionar cuatro etapas de su vida y prescindir de nimiedades tales como dar el nombre de sus diferentes esposas. Sin olvidar la propia odisea del libro que ahora discutimos.

Shakey es el Everest de las biografías de rock. Y sus vicisitudes constituyen una seria advertencia para los profesionales del género. En 1989, Jimmy McDonough entrevistó a Young y el canadiense se quedó encantado con un periodista tan belicoso y obsesivo. Le encargó un texto extenso para la primera entrega de Archives, una caja retrospectiva que también sufriría su particular calvario. Y surgió el proyecto de una biografía autorizada.

No crean que el pacto se selló con unos chupitos de tequila y alguna sustancia recreativa. Los setenta quedaban muy atrás: los abogados forjaron un documento por el cual Young y McDonough se repartían los beneficios, aunque el plumilla recibiría la mayor parte del adelanto. El contrato inclusive requería que McDonough se hiciera una póliza de vida, cuyo beneficiario sería Young.

Entre 1991 y 1998, McDonough puso manos a la obra. Entrevistó a unos 300 asociados de Neil; le costó sentar a éste frente a un magnetofón, aunque finalmente acumuló 50 horas de conversaciones marcadas por la alta complicidad. Aceleremos: en 2000, con el tomo ya anunciado en Amazon, Young retiró el permiso para su salida. ¿Motivos? Quizá revelaba demasiadas intimidades del tinglado que sostiene al cantante.

Parecía destinado al limbo donde yacen tantos proyectos iniciados por Neil. Pero McDonough se resistió: exigió 1,8 millones de dólares en concepto de daños y prejuicios. Sí, es verdad que la fecha de entrega se había ido retrasando, pero eso ocurre continuamente en el planeta Neil Young. Y se había cumplido su principal exigencia: la posibilidad de enmendar las referencias a su familia.

No se entiende a Young sin sus orígenes: un padre mujeriego, una madre amargada, la polio de niño, la epilepsia de joven

El asunto no dejaba en buen lugar a Neil, que siempre reivindicó el derecho del creador a obedecer a su musa; de hecho, tiene la distinción de ser la única superestrella demandada por hacer música “poco comercial” (según su discográfica, Geffen Records). Prevaleció la cordura: se llegó a un acuerdo y el libro salió, con todo su tonelaje. El inconveniente: McDonough no puede añadir ni una coma. Imposible cambiar la foto de portada y nada de añadir epílogos o apéndices. Y Neil no ha dejado de generar música, noticias, polémicas…

Aviso que hasta un seguidor susceptible tendrá dificultades para localizar las partes ofensivas de Shakey. McDonough carga contra buena parte de la obra de Neil, pero nunca con la saña que aplica al resto de sus coetáneos. Tampoco hace sangre con sus arrebatos políticos, como el apoyo a Ronald Reagan.

El pecado de McDonough no consiste en que hable de delicatessen como las “boñigas de miel”, marihuana comestible según una receta de Luisiana. Sí destapa el peculiar modus operandi del imperio de Neil. Su rancho, Broken Arrow, luce como una benigna dictadura hippy, que acoge a un número de almas perdidas y paga las nóminas de equipos de especialistas que desarrollan las pasiones del jefe por los coches vintage, los motores híbridos, los trenes de juguete, los reproductores musicales de alta gama, los largometrajes y la documentación de su obra.

Por el contrario, los músicos, los ingenieros de sonido y los productores son tratados a patadas. Deben acudir a la primera llamada y estar preparados para ser despedidos en cualquier momento, víctimas de los volantazos estéticos del jefe. Kenny Buttrey, estimado baterista de Nashville, se vio obligado a tocar con tanta violencia que terminó sangrando. Danny Whitten, el colega yonqui luego evocado en canciones memorables, fue expulsado de Broken Arrow con 50 dólares como toda compensación; ese mismo día fallecía de una combinación de alcohol y Valium. Aun asumiendo que corría el año 1972 y todavía no vivíamos en la cultura de la rehabilitación, asusta la aparente inhumanidad de Neil.

Whitten era el cabecilla de Crazy Horse, ingrediente esencial para las apoteosis eléctricas de Young. McDonough les retrata como unos tarugos, musicalmente limitados, pero condenados a seguir las intuiciones de Neil, que prueba constantemente nuevos estudios y métodos de producción. Tienen libertad para grabar por su cuenta, aunque sus sucesivos pinchazos sugieren que son poca cosa sin el genio de Young.

¿Y al revés? McDonough es un creyente en la apocalíptica simbiosis del canadiense y sus amigos californianos. Tal es su fervor por Crazy Horse que rechaza entrevistar a otras bandas que también respaldaron a Neil, desde los eficientes Booker T. & The MG’s hasta los grunge Pearl Jam, a los que parece detestar visceralmente (“Jethro Tull sin flauta” es su poco afortunada descripción del grupo de Seattle).

Digámoslo con delicadeza: tiene cierta lógica el desapego de Neil Young para con sus músicos más fieles. Cambia regularmente de registro y mejor que no haya vínculos muy férreos, por si repentinamente le apetece trabajar con instrumentistas country (The International Harvesters) o una banda de metales (The Blue Notes). Hablamos además de un intérprete magnético, capaz de desenvolverse sobre un escenario sin acompañantes, gracias a su aprendizaje en los folk clubs de Toronto. También graba en solitario, como evidencian la banda sonora de Dead Man (1996) y Le Noise (2010).

Asusta su inhumanidad: los músicos, los ingenieros de sonido y los productores son tratados a patadas

Cualquier crítica que McDonough pueda hacer de los caprichos de Neil queda empequeñecida ante la furia de David Briggs, su productor preferido, fallecido en 1995. Fundamentalista del rock, fue tan leal que le acompañó en sus desdichados intentos de modernizarse, como Re-ac-tor o Trans. Briggs creía conocer los ingredientes para hacer grandes discos con Neil Young, pero el protagonista saboteaba sus planes con una perversidad digna de mejor causa. En realidad, tanto Briggs como Young parecían adictos a la épica del descarrilamiento, celebrada en piezas como ‘Fuckin’ up’.

Abundan los momentos en que uno desearía abofetear a Young. Localiza la mejor interpretación de una canción y decide que preferiría editar una versión más mediocre: su idea de una retrospectiva, al menos al principio, incluye demostrar “que la gente sepa lo malo que puedo ser”.

¿Sinceridad hippy o demasiadas neuronas inutilizadas? McDonough, que percibe las entrevistas como una variedad del pugilismo, concede amplio espacio a su contrincante: las conversaciones, reproducidas en cursiva, muestran a un Young lúcido, convenientemente arrepentido, con buen humor y —atención— consagrado a su familia.

Sin caer en la psicología barata, no se entiende a Neil sin comprender sus orígenes: un padre carismático y mujeriego, periodista de éxito; una madre amargada y alcohólica. Su salud flaquea: de niño, la poliomielitis; de joven, ataques epilépticos, incluso actuando con Buffalo Springfield; a los 60 años superó un amenazador aneurisma. Su primer hijo, Zeke, nació con parálisis cerebral de grado medio; el segundo, Ben, está aquejado de tetraplejia y afasia. Young y su esposa de entonces, Pegi, lo dejaron todo para realizar una terapia intensiva y facilitar su relación con el mundo.

Shakey es un trabajo hercúleo, con deficiencias muy evidentes. Demasiado pendenciero, McDonough va perdiendo los papeles: todo lo que tiene de modélica su crónica de los decisivos años en Canadá desaparece al narrar las décadas posteriores, con un barullo de declaraciones, divagaciones, observaciones en primera persona y, uno llega a sospechar, las mismas drogas de las que Young abusaba.

Sobre la edición española, una buena y una mala noticia. La mala, verdaderamente frustrante, que carece de índice. La buena, que ha sido traducido cuidadosamente a un rico castellano jergal.

Shakey. La biografía de Neil Young. Jimmy McDonough. Traducción de Elvira Asensi Monzó. Contraediciones. Barcelona, 2014. 939 páginas. 25.90 euros.

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