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De lo local a lo universal

De la edad de oro de la República a la diversidad actual, un repaso a la historia de la cinematografía española permite poner en perspectiva a varias generaciones

Pedro Almodóvar, Fernando Trueba y Loles León.
Pedro Almodóvar, Fernando Trueba y Loles León.

Sebastià Gasch, amigo de Dalí y García Lorca, llamó en 1965 al cine republicano “edad de oro del cine español”. La catástrofe de la Guerra Civil la devoró y desde 1939 se vivieron fuertes tensiones culturales entre sumisión y disidencia. Por la segunda optaron, como pudieron, Berlanga, Bardem y Ferreri, entre otros. Y se le dio una oportunidad vigilada con el breve Nuevo Cine Español, que nació con Del rosa al amarillo (1963), de Manuel Summers, y se marchitó desde 1965, tras La caza, de Saura, y Nueve cartas a Berta, de Patino. Un espasmo de tres años, que tuvo contrapunto en el vanguardismo de la Escuela de Barcelona (1966-1970), que, puesto que no podía hacer Victor Hugo intentó hacer Mallarmé (Joaquín Jordá dixit).De las convulsiones del tardofranquismo surgieron Emilio Martínez-Lázaro, Víctor Erice, Manuel Gutiérrez Aragón, Alfonso Ungría, Ricardo Franco y Fernando Colomo, además de la olvidada Escuela del Yucatán (Fernando Trueba, Antonio Resines, Óscar Ladoire, Diego Galán…). Muchos de ellos viven felizmente y hay que recordar que Carlos Saura, nacido en 1932, es el ilustre decano, en plena creatividad, de varias tandas profesionales.

Pilar Miró, que pilotó el cine español tras la etapa de la UCD, apostó por el elitismo cinematográfico (léase cine de autor), lo que desmanteló buena parte del chiringuito industrial y provocó fuertes tensiones. Los frutos de aquella opción se pueden medir con los Oscar concedidos a Volver a empezar (1982), de Garci; Belle époque (1992), de Fernando Trueba; Todo sobre mi madre (1999), de Almodóvar, y su guion de Hable con ella (2002), y Mar adentro (2004), de Alejandro Amenábar.

Los años ochenta revelaron al director manchego, que saltó a la fama internacional con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1987), y Amenábar lo hizo la década siguiente, mientras desde 1997 Santiago Segura se colocaba como líder de taquilla con Torrente, el brazo tonto de la ley, que retomaba la tradición impertinente del esperpento, la astracanada y la cultura transgresora underground de revistas como El Víbora.

Entramos en el nuevo siglo con una nómina de directoras de talento —Coixet, Bollain, Querejeta, Ferreira…—

Y así entramos en el nuevo siglo, con una nómina de directoras de talento —Isabel Coixet, Iciar Bollain, Gracia Querejeta, Patricia Ferreira, etcétera— y directores finiseculares. Para algunos, como Juan Antonio Bayona, el canon sería netamente el cine comercial de Hollywood (Lo imposible, 2012); para Jaime Rosales, la exploración de subjetividades en crisis (La soledad, 2007; su denuncia social en Hermosa juventud, 2014); para el debutante Carlos Marqués-Marcet, la frágil asimetría del sentimiento amoroso en 10.000 kilómetros (2014); para José Luis Guerín, la exploración del contra-canon (En la ciudad de Sylvia, 2007; Guest, 2010); para Albert Serra, su extravagante e inquietante Historia de mi muerte (2013), confrontación de Giacomo Casanova y el conde Drácula, premiada en Locarno; para Jaume Balagueró, el cine de terror popular (la serie REC, desde 2007); mientras Torrente 5. Operación Eurovegas (2014), de Segura, ha abundado en lo previsible. Y los monigotes de Mortadelo y Filemón contra Jimmy el cachondo (2014), de Javier Fesser, han saltado al mundo digital y en 3D. De modo que el canon dominante ha acabado por ser la diversidad y a veces la apariencia de diversidad. O casi siempre.

No lo ha sido en la película más taquillera de nuestra historia, Ocho apellidos vascos (2014), de Martínez-Lázaro, que ha retomado los esquemas de la vieja españolada para contraponer jocosamente dos identidades regionales muy diferenciadas. En el lugar justo y en el momento justo. Mientras que la aplaudida El niño (2014), de Daniel Monzón y Jorge Guerricaecheverría, ha asimilado con gran competencia, en su fresco sobre el contrabando de hachís en Gibraltar, las lecciones del thriller anglosajón más dinámico, en contraste con el acento más personal de La isla mínima (2014), de Alberto Rodríguez, con la caza de un asesino de niñas en las prodigiosas marismas del Guadalquivir. Estos filmes revelan con brillantez la fecunda tensión entre lo local y lo cosmopolita.

Y esta tensión, que puede resultar muy estimulante, define ahora a una de las cinco cinematografías punteras de Europa, junto a la francesa, italiana, alemana y británica. Por no mencionar, de puertas adentro, las interacciones profesionales frecuentes entre cine y teleseries nacionales, un fecundo diálogo interactivo entre las dos pantallas.

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