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Tan contemporáneo como un rascacielos

Mathias Goeritz, creador raro e incansable, detestaba casi todo el arte de su época. El alemán revitalizó la práctica de la escultura y la arquitectura en México

Mathias Goeritz en Teotihuacan, 1957.
Mathias Goeritz en Teotihuacan, 1957. Z. Sharkey

“Contemporáneo como un rascacielos y antiguo como tu pebetero esenio; dadaísta y una especie de mocho medieval”. Así describía el escritor y sociólogo guatemalteco Mario Monteforte Toledo a su buen amigo Mathias Goeritz. Más allá del tono chusco, la descripción de este artista raro e incansable parece exacta. En efecto, Goeritz era un “personaje contradictorio”; lo cual no hacía sino enriquecer su trabajo, pues ahí podían confluir tranquilamente asuntos e ideas que parecerían en extremo discordantes, como por ejemplo la mística y el constructivismo ruso. En el fondo, algo unía esos intereses en apariencia dispares; algo que Goeritz buscó toda su vida, y que encontró, ya fuera en los dibujos de Paul Klee, las torres de San Gimignano o las pinturas de la cueva de Altamira: una suerte de esencialidad, de mezcla de “aurora y vestigio”, como describió la obra del propio Goeritz el crítico Eduardo Westerdahl, que pudiera llevar al arte por un nuevo camino, libre de superfluidades. Una vuelta a un punto cero, desde el cual sería posible “rectificar a fondo todos los valores establecidos”, según anotó Goeritz en el panfleto de 1960 Estoy harto. Y es que no sólo estaba harto, como él decía, “de la gloria del día, de la moda del momento del bluff y de la broma artística de los conceptos inflados, de la aburridísima propaganda de los ismos y de los istas, figurativos o abstractos”, sino que también resentía “la pretenciosa imposición de la lógica y de la razón”, “el funcionalismo”, “el cálculo decorativo” y hasta “el griterío de un arte de la deformación, de las manchas, de los trapos viejos y pedazos de basura”. En pocas palabras, detestaba casi todo el arte de su época, y el remedio, le parecía, estaba justamente en encontrar la manera de darle la vuelta a cada cosa: sí hacer arquitectura moderna pero no funcional; sí seguir pintando, pero sin caer en el expresionismo gratuito, en la copia, el virtuosismo vacío; sí hacer arte, pues, pero con un sentido muy puntual: provocar algún cambio en el mundo, aunque fuera mínimo. Para Goeritz, la preocupación primordial del artista era ética antes que estética. El trabajo del artista era servir a los demás. “Si no lo creyera”, le dijo a Monteforte, “no seguiría trabajando a pesar de los problemas que me da convencer a quienes pagan de hacer obras grandes integradas al espacio y a la vida de la gente en la calle”.

La vida de Mathias Goeritz estuvo siempre marcada por los desplazamientos. El primero, un recorrido geográfico, que lo llevó de Alemania (o, en realidad, lo que hoy es Polonia, pues nació en 1915 en la efímera ciudad de Dánzig) hasta México, pasando por Marruecos y España, donde descubrió la llamada Capilla Sixtina de la Prehistoria; hallazgo que lo llevó a fundar, casi a unos pasos de la famosa cueva, la Escuela de Altamira, proyecto que imaginó junto a otros artistas como “la antítesis de San Fernando, la augusta y conservadora institución”. Más aún, fue allí donde Goeritz decidió que esas pinturas, “increíblemente modernas”, eran exactamente lo que quería hacer en adelante. Unos años antes había comenzado a pintar, pero siempre apegado a lo que hacían otros: Miró y Chagall, por ejemplo. Altamira le reveló la manera de alcanzar una síntesis donde “naturaleza y abstracción, materia y espíritu, razón y sentimiento” podían unirse. Una posibilidad —esta de la “abstracción natural”, como le decía él— que se vería, además, confirmada por las muestras de arte prehispánico con las que Goeritz entró en contacto al poco tiempo de llegar a México, lugar al que viajó, en 1949, invitado a impartir el seminario de educación visual en la Escuela de Arquitectura de Guadalajara. México le provocó una “adicción” de la que nunca se repuso: fue allí donde llevó a cabo el grueso de su obra artística y donde finalmente murió, en 1990.

Pero además de ese periplo por el mundo, Goeritz experimentó otro tipo de desplazamiento que lo fue llevando lentamente de la pintura a la escultura, desde la cual terminaría dando más adelante el salto, asombrosamente lógico, hacia la arquitectura —sin jamás haberla estudiado—. Un trayecto que no podría explicarse sin entender la transformación que en simultáneo sufrió su relación con el arte, y ciertamente con el universo, al incorporar en su trabajo ideas cada vez más marcadamente espirituales, y pasar así de un artista enfocado en asuntos más bien formales a un creador volcado en una especie de trascendentalismo que al final lo llevaría a hablar, ya no de obras, sino de oraciones plásticas. “Reconozco el gobierno de una mística sobre todo lo que hago”, confesó en una entrevista tardía. Sólo así puede entenderse que pasara de sus primeras pinturas de trazo libre, llenas de colorido y de humor, a las esculturas donde abstracta pero abiertamente aparece representada, por ejemplo, la crucifixión —homenaje perpetuo a su idolatrado Mathias Grünewald—. Lo interesante es que un hombre que veía en la creación un acto religioso (“¡menos inteligencia y más fe!”, era su lema) pudiera ser al mismo tiempo endiabladamente moderno; al punto de lograr revitalizar en muchos sentidos la práctica de la escultura y la arquitectura en México. Desde luego, no es que pretendiera “una feligresía de iglesia, sino recuperar una fuerza espiritual perdida”. Esa era la gran contradicción de la que hablaba Monteforte, que se expresaba, por ejemplo, en los libros que mantuvo siempre en su cabecera: La Biblia y La huida del tiempo, de Hugo Ball. “Mitad dadá y mitad rotario”, le decía su amigo.

Él nunca se vio a sí mismo como un arquitecto; y es que no lo era, en sentido estricto. Era más bien un creador al que dejó de interesarle “pintar cuadros o esculpir figuras, por bonitos que sean”, pues lo que urgía era “crear un ambiente nuevo de la moral artística”. Esto es, un arte, ya decíamos, al servicio de la sociedad, que fuera totalmente público y monumental. De ahí que a sus famosas Torres de Satélite muchos las tacharan de “esculturotas”. Y, sí, decía él, pero “¿qué importa?”. Eran todo a la vez: pinturas, esculturas y, sobre todo, arquitectura emocional. “Y me hubiera gustado colocar pequeñas flautas en sus esquinas para que el viajero que pasa por la carretera oiga un extraño canto causado por múltiples sonidos en el viento. Para que ellas también sean música”, escribió en 1960. Esa fue, al final, su gran invención: la noción de arquitectura emocional; un antídoto contra la vulgaridad y el utilitarismo de buena parte de la arquitectura de su época. Espacios insólitos, casi inservibles, pero donde el visitante podía encontrar algo más que paredes y techo: emociones en las cuales moverse. Si uno ve la maqueta de madera —una escultura en toda regla— que Goeritz realizó para la capilla abierta del fraccionamiento Jardines del Bosque, comprende no sólo lo avanzadas que eran sus propuestas (ahí vemos un Richard Serra avant la lettre), sino lo generosa, delicada y casi heroica que era su concepción de lo que debía ser el futuro del arte.

El retorno de la serpiente. Mathias Goeritz y la invención de la arquitectura emocional. Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 13 de abril.

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