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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El último gran héroe

Lo pintoresco del caso es que el Hollywood progresista haya tardado tanto tiempo en reparar en que Eastwood no lo es

David Thomson le definió como un hombre que estaba esculpido en la misma roca de la que salió Gary Cooper. Ni la controversia generada por su última película parece haber alterado esa naturaleza granítica, icono americano químicamente puro, en cuyas frases nunca hay ni un excedente de energía: “Estos muchachos que son soldados profesionales, personal de la Armada o lo que sea, se meten en eso por una razón. Su comandante en jefe [el presidente Obama] es un demócrata y la Administración lo es, y no hay nada político allí, aparte del hecho de que suceden un montón de cosas en las zonas de guerra”. Podría ser el texto perfecto para una imitación de Eastwood en un sketch del Saturday Night Live si no lo hubiera dicho el propio Eastwood. Lo pintoresco del caso es que el Hollywood progresista —con un Michael Moore a la cabeza que ya tuvo un detalle feísimo y agresivo con un Charlton Heston crepuscular— haya tardado tanto tiempo en reparar en que Eastwood, el icono, puede que no sea precisamente el más progresista de los ciudadanos americanos.

Basta bucear en hemerotecas para encontrarse con textos, fruto de una crítica ideológica coyuntural que, a veces, renace en toda su ingenuidad —y con todos sus peligros—, en los que la figura de Harry Callahan era tildada de fascista. Lo delicado es dar el salto que llevaría a preguntarse si, en consecuencia, el cine de Don Siegel también era fascista y si, asimismo, lo acabaría siendo el de Eastwood, que no sólo tanto aprendió de su maestro, sino que heredó el arquetipo de Harry el Sucio y lo fue modulando hasta llegar a esa suerte de redención existencial que fue Grand Torino (2008).

Como diría Zizek, todo es ideología —incluso el diseño de los inodoros europeos— y es evidente que el cine de Eastwood admite una lectura ideológica y quizá requiere una sana discusión en este sentido. Que Eastwood no sea de ultraizquierda ha hecho posible, entre otras cosas, que su aproximación a la denostada figura de Edgar Hoover adquiriera la inesperada forma de una autodefensa o que su perpetuo compromiso con el arquetipo del héroe americano acabase desvelando sus fragilidades.

La ideología no debería rebajar ninguna solidez artística, pero la verdadera discusión pendiente sobre Eastwood es otra: ¿están la desidia y la pereza expresiva devaluando la buena forma de quien muchos consideraban el último clásico americano?

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