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OBITUARIO

Muere Ángel González García, historiador y crítico de arte

Premio Nacional de Ensayo y especialista en los siglos XIX y XX

Ángel González García, Premio Nacional de Ensayo en 2000.
Ángel González García, Premio Nacional de Ensayo en 2000.Miguel Gener

En un día de despedidas, me sorprende el domingo la triste noticia en Burgos, ciudad que vio nacer al historiador y crítico de arte Ángel González García en 1948. Su alma de castellano viejo (ninguna otra mejor forma para ejercer su dandismo impenitente) se revela con fuerza al pensar en el silencio impuesto por la muerte al verbo impetuoso y pendenciero de este, antes que nada, extraordinario profesor de historia del arte. De hecho, era con el silencio con el que inauguraba cada una de sus clases en la Facultad de Geografía e Historia de la Complutense. Después lanzaba su primera diapositiva; las grutas de Bomarzo, una fantasía arquitectónica de Boullée, La montaña de Sainte-Victoire de Cezanne, o cualquier otra intrigante imagen con la que se desataba una reflexión tan iluminadora como delirante del mundo moderno y sus diferentes formas de materialismo. Sus lecciones nos llevaban, en una suerte de encantamiento, a peregrinar por todas sus clases.

Para entonces ya circulaban sus ediciones del Tratado de la pintura de Leonardo y del original portugués Da Pictura Antiga de Francisco de Holanda, dos estudios fundamentales sobre el renacimiento italiano cuya continuidad no podemos dejar de añorar ahora. Pero su derrotero se inclinó inexorablemente hacia lo contemporáneo. Al alimón con Francisco Calvo Serraller protagonizó con las exposiciones en la Galería Multitud en los años setenta uno de esos episodios pioneros del cambio de los intereses del estudio del arte español del XIX y del XX.

Al tiempo, inicia una intensa y comprometida labor como crítico de arte en varios medios (un ramillete de sus textos se pueden consultar en la web de este periódico) y como particular animador de las nuevas formas de figuración de la pintura madrileña de ese momento, manteniendo durante tiempo el interés, inseparable de la amistad, por la obra de alguno de sus más conspicuos representantes como Carlos Alcolea o Juan Navarro Baldeweg.

Ya había dejado la crítica de arte cuando coincidimos en el Museo Reina Sofía; él, como miembro de la comisión asesora y el que escribe, como bisoño subdirector. Se dio cuenta pronto que era una víctima propicia para la deambulación por sus personalísimas ideas sobre lo moderno cuya forma de representación se convertían en utopías permanentes en las interminables reuniones sobre la organización de la colección del Museo.

Todas esas ideas terminaron tomando forma en el libro El resto. Una historia invisible del arte contemporáneo, publicado en 2000. Por esta recopilación de una treintena de textos sueltos, desde el frio invierno de la Revolución hasta el cálido estudio de su gran amigo el pintor irlandés Stephen Mackenna, mereció el reconocimiento del Premio Nacional de Ensayo de ese año y, lo que es más importante, se conjuró definitivamente su fama de ágrafo impenitente. Prueba de ello fue la extraordinaria producción que desencadenó a partir de entonces, entre otras, con: Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte, su monografía sobre Alberto Giacometti, Roma en cuatro pasos, arte y terror, o Algunos avisos urgentes sobre decoración de interiores y coleccionismo.

Pedirle un texto era una provocación y recibir sus cuartillas un lujo para cualquiera de sus editores (Museo de Bellas Artes de Bilbao, Lampreave&Muñoz, Gustavo Gili, Mudito&Co,..). Al Museo del Prado entregó estos últimos años La pintura se complica con motivo de la exposición de Manet y, más recientemente, Pintura para ateos: Los bodegones de Chardin. Esperábamos cerrar una especie de tríptico sobre la pintura francesa moderna con un texto para la exposición sobre Ingres que preparamos para el año entrante. Le mandé las imágenes a través de su hija Raquel González Escribano, y me llamó con voz débil para decirme que estaba animado, que le hacía una gran ilusión meterse a fondo con el discípulo díscolo de David. Luego, como decía, el silencio.

Posdata. Se me ocurre que estaría bien si el Museo Reina Sofía le rinde un pequeño homenaje sacando a la luz esa gran pintura de Guillermo Pérez-Villalta Grupo de personas en un atrio, retrato colectivo de su generación. Mientras tanto, por nuestra parte, con su viuda María Vela Zanetti pensaremos en cómo dedicarle un pequeño banco de descanso delante, a falta de Matisse, de La Bacanal de los Andrios de Tiziano, donde recordarle, in memoriam, mirando a Venecia y celebrando la vida que era, no nos engañemos, principalmente lo suyo.

Miguel Zugaza es director del Museo del Prado.

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