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Duelo y vuelo: puro Barnes

En 'Niveles de vida' el escritor británico retoma la elegancia y precisión de sus mejores obras para escribir sobre la pérdida

Roger Viollet

Desde la muerte en 2008 de su mujer, la agente literaria Pat Kavanagh, Julian Barnes ha publicado la novela El sentido de un final, los cuentos reunidos en Pulso y el libro de memorias Nada que temer. Ya en un relato del volumen citado, ‘Líneas matrimoniales’, el personaje es un viudo que se enfrenta al difícil duelo. También su obra autobiográfica transita levemente por ese estado en su parte final. Y la novela, que ya reseñamos aquí ("la complaciente manipulación de la memoria, la moral como una bolsa de agua tibia en la cama fría"), abordaba el suicidio a través del personaje de Adrian, el amigo de juventud del narrador. Cinco años después, el escritor nacido en 1946 en Leicester escribe sobre la experiencia de la aflicción tras la muerte de su compañera. ¿Era una necesidad personal o literaria? La pregunta es retórica: todo lo literario es personal. La cuestión es cómo se ventila este dilema cuando el material de trabajo son las emociones más directas y hay que decidir con más cuidado que nunca lo que no se va a contar.

Si el golpe recibido de forma tan imprevista pudo tener repercusión en lo que escribió Julian después, como puede intuirse en cierto desfallecimiento tonal de su última novela, Niveles de vida recupera algunas de las virtudes del autor de El loro de Flaubert: flexibilidad, elegancia y precisión. La obra comienza con ligereza y acaba de la misma manera, aunque la tercera parte se centra en la pesadumbre de la pérdida y en los sentimientos más pesados que el aire.

Así son los niveles de vida, sucesivamente: levedad aérea, a ras de tierra y bajo tierra. Para ilustrar el primero, el autor inglés se centra en ciertos personajes de la historia de los vuelos en globo: el coronel Fred Burnaby, Sarah Bernhardt y Félix Tournachon. Los tres estaban cegados por el pecado de la altura. Querían despegarse del suelo y sentir la caricia de las nubes, "oírse vivir", como consignó el primer hombre que hizo una ascensión en globo. El narrador observa: "Quizá el mundo no progresa madurando, sino manteniéndose en un estado de permanente adolescencia, de exultante descubrimiento". Y así se mueven esos tres personajes: se dejan llevar por el viento, mirando a los que han quedado abajo, con el peligro de "estrellarse y arder, o arder y estrellarse". Pero tanto Burnaby como su Sarah creen que "el peligro es preferible a la seguridad". La relación entre el militar y la actriz está muy bien descrita, en sus episodios y diálogos. Hay una condensación de experiencias sin un aparente esfuerzo estilístico. Burnaby es el sentimental que se esconde tras una capa de frialdad y desapego. La Bernhardt es la musa adicta al placer que mata de un tiro a su mascota, la pitón que se comía los almohadones de seda. Y el otro personaje, el inefable Tournachon, alias Nadar, le sirve a Barnes para juntar por los pelos dos cosas: los viajes en globo y la fotografía.

Porque para Barnes la literatura es juntar vida y palabra, representación y respiración. Con estos personajes aéreos se podrían haberse escrito varias novelas, pero él los exprime al máximo. La de páginas que nos ahorra ascendiendo en los globos con los nuevos argonautas, para llegar bajo tierra, donde el aire ya no circula, donde aquella "fe e invulnerabilidad" que otorga el amor ya se han perdido. Es admirable el vaivén metafórico, trufado de datos y cifras que parecen fijar emociones, de los dos primeros capítulos.

Es admirable el vaivén

Cuando Barnes entra en materia en la última parte, sentimos el peso, la pérdida repentina de altura, que es lo mismo para él que la ausencia de profundidad. Es el amor lo que se ha perdido, o al menos su objeto, esa altura moral que es "un llamamiento a la seriedad y la verdad". El recuento de su aflicción de viudo no es original ni llega a conmover, pero tampoco deprime. Es un ejercicio de contención y a la par de autenticidad, en el que lo literario pasa a segundo plano, como cuando confiesa: "A veces quieres seguir amando el dolor". Podría haber sido más brillante y versátil, más lírico y emotivo. Podría habernos dado más profundidad a través de la sugerencia y la evocación, siendo menos reflexivo, pero entonces tal vez algo se hubiera escamoteado. Juntar vida y palabra es siempre un vuelo arriesgado: puedes estrellarte y arder, o al revés. Y al final el autor comprende que "la vida discurre a ras de suelo" y que si nos mantenemos ligeros puede venir de pronto otra brisa y llevarnos no sabemos dónde.

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