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¿Qué perdimos con la caída del Muro?

Después del 9 de noviembre de 1989, ¿se hizo mejor el Este y peor el Oeste?

Fotograma de 'El cielo sobre Berlín', película de Wim Wenders (1987).
Fotograma de 'El cielo sobre Berlín', película de Wim Wenders (1987).

Bienestar y malestar

Por Ignacio Vidal-Folch

A propósito del espía Philby, el poeta Joseph Brodsky escribió unas páginas muy agudas y ácidas sobre la simpatía de ciertos occidentales por los países sometidos al comunismo. A cierto tipo de ciudadano inglés, dice, le encanta Rusia, la Rusia de la Guerra Fría: "Asiente con satisfacción al ver un ascensor averiado" y "reconoce la torpeza y la chapuza igual que uno reconoce a sus parientes. Se reconoce en un desconchado, una barandilla insegura, las sábanas húmedas de una habitación de hotel, unos árboles esmirriados vistos a través de una ventana sucia… Las trabas burocráticas", etcétera. La letanía es larga y exacta y dibuja con plasticidad la atmósfera del mundo tras el telón de acero. El sistema económico floreció en ese paisaje físico y moral que ha desaparecido de Europa hace 25 años. Con un poco de folclorismo cínico puede agregarse a la lista de Brodsky que los occidentales hemos perdido, con la caída del Muro, un continente exótico y cercano de ciudades sin publicidad, sin ruido de tráfico, donde el tiempo se extendía con elasticidad, pues había poco que hacer; de multitudes grises y de aspecto abatido, de mentira oficial sistemática tan clamorosa que parecía que pringaba; de oficinas donde la malcarada secretaria, en zapatillas y con calcetines, te traía con el café turco una copita de vodka; reinaba un cierto malestar; era un mundo más bien triste que no conocía el estrés pues había conquistado el "derecho a la pereza" que reclamaba Lafargue, y nadie daba palo al agua. Todo estaba "cerrado por inventario". No podía durar. Lo que perdió Portugal con su imperio colonial no es nada comparado con lo que los europeos occidentales hemos perdido con la implosión del comunismo: nada menos que el "Estado de bienestar" que el "Estado de malestar" de aquellos países garantizaba.

¿Hay alguien ahí fuera?

Por Berna González Harbour

¿Acaso hay alguna duda? Con la caída del Muro perdimos la tiranía, la división, ganamos la libertad. Fin de la respuesta corta.

Pero es tentador pensárselo un poco más y buscar las grietas por donde se cuelan los matices, al menos antes de liberar a los ángeles de Wim Wenders que aún velan por nosotros desde el cielo (sobre Berlín). Buscar una un poco más larga, en fin.

La rutina al otro lado del Muro consistía en sortear los socavones en el asfalto abandonado y, con suerte, reír los chistes sobre los agentes secretos que vivían ahí abajo. Se trataba de tocar la guitarra en las cocinas de casa y de susurrar poemas, chistes anticomunistas o de pasarse copias de Solzhenitsin imposibles de hallar en una tienda. De saborear el vodka burlado en algún economato sectorial. De aguardar colas de horas sin saber siquiera para qué. Por un rumor. A los que íbamos de paso nos dio un espectáculo divertido, sí, de telas sintéticas, chapkas y privilegiados acaparando chocolate en el Sóviet Supremo. De cafeterías donde había que agruparse aunque reinara el vacío. De teatros, tanques, veteranos de guerra y espías más vulgares que los que surgieron del frío. La caída del Muro nos libró de ese espectáculo y a ellos, sus víctimas, de sus penosos guionistas. Pronto las cocinas se llenaron de yogures de sabores, de folletos de lavadoras, de hambre de acciones y de un festival de bolsas de plástico relucientes que arrinconaron de un plumazo las viejas de tela descolorida. Pero también la guitarra. En Rusia, los discursos imperiales desplazaron pronto los susurros de poesía. Con el muro de Berlín cayó también el de contención, hizo mejor el Este y peor el Oeste. Por ello apetece en ocasiones renovar la contrata con los ángeles de Wenders, y hacerlo con un toque de humor de Billy Wilder y este fondo musical de Pink Floyd: Is there anybody out there? Fin de la respuesta larga.

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