_
_
_
_
_

Antropóloga A. M. Homes

La escritora estadounidense regresa al universo de familias disfuncionales y disecciona las tragedias de personajes memorables que nos interesan, pero no nos conmueven

Si tuviéramos que elegir una consigna para resumir la mayor parte de la novelística contemporánea de Estados Unidos, quizás sería la declaración de André Gide: "¡Familias, os odio!". La generación de los Davides y Jonathanes —Jonathan Franzen, Jonathan Lethem, Jonathan Safran-Foer, y Dave Eggers, David Foster Wallace— han publicado novela tras voluminosa novela en las que se proponen denunciar, una y otra vez, las disfunciones y pequeñas tragedias de la familia norteamericana de hoy. Sus argumentos cuentan el aburrimiento, el alcoholismo, la violencia y frustración sexual, el uso y abuso de drogas, el adulterio (no olvidemos que Estados Unidos es una nación puritana), los fraudes y mentiras, el fanatismo evangélico, los prejuicios raciales de su país: una consabida temática que se ha convertido en una caricatura de ese realismo que tan admirablemente exploró Zola en el siglo XIX. Sospecho sin embargo que, en los talleres literarios de Los Angeles y Boston, los modelos propuestos son menos Gide y Zola que las telenovelas y las sitcoms.

A. M. Homes, autora de unos diez libros hasta la fecha, es técnicamente una escritora admirable. Sus crónicas familiares están hábilmente construidas, su humor es ácido, sus observaciones sobre la vida cotidiana de sus conciudadanos están hechas con ojo de antropóloga. Sus personajes, como los de las mejores series televisivas, son memorables por su aspecto, su manierismo, su lenguaje —este último impecablemente traducido por Jaime Zulaika, quien ha sabido verter al castellano las idiosincrasias idiomáticas sin transformarlas en nativas de Andalucía o Asturias—. Baste un ejemplo, un momento de furia ciega que provoca un accidente mortal: "El puto todoterreno era como una gran nube blanca delante de mí. No veía por arriba, no veía por los lados de la nube, no pude evitar estamparme contra él como si fuera una pieza de aluminio barato, como una puta almohada gorda. El airbag me lanzó hacia atrás, me dio un golpe, me dejó atontado, y cuando al final me bajé del coche vi gente en el otro, aplastada como una lasaña. El niño del asiento trasero no paraba de llorar. Me entraron ganas de darle un puñetazo, pero su madre me miraba con unos ojos que se le saltaban de la cara".

Implacablemente, con el rigor fatídico de una tragedia griega, el argumento de Homes fluye desde un incidente más o menos banal en el Día de Acción de Gracias a la satisfactoria conclusión un año después. Sólo que en el caso de Ojalá nos perdonen, el primer paso fatal no es el vaticinio que anuncia al padre de Edipo que será muerto por su hijo, sino el beso que una mujer da al hermano mayor de su marido en la cocina, al final de una cena de Acción de Gracias. Y el último episodio no es el alfiler con el que Edipo se perfora los ojos, sino una nueva cena de Acción de Gracias, exactamente doce meses después. Durante el tiempo transcurrido, ocurren muertes violentas, accidentes, violencia conyugal, crisis adolescentes, infidelidades diversas, venganzas insólitas y un sinfín de reproches y confesiones. Al cabo de 650 páginas, nos hemos entretenido y asombrado, e inconscientemente buscamos el control remoto para apagar el televisor.

El argumento fluye desde un incidente más o menos banal

Obviamente, Homes y sus congéneres tratan de entender, a través de sus ficciones, la compleja y cambiante sociedad en la que viven, con sus temores, epifanías, ritos, convenciones, dialectos, políticas públicas y privadas. Todo escritor busca retratar su mundo, sea el antiguo Peloponeso, sea el Brooklyn de hoy. Pero ¿qué hace que un lector español, por ejemplo, busque enterarse de las peripecias y artimañas de estas criaturas, cuya identidad se define a través de un logo publicitario o un amorío electrónico? La suerte de Edipo nos preocupa como también la de los héroes ordinarios de Richard Ford y Alice Munro, y los océanos o los años que nos separan de ellos no son obstáculos ni fronteras, porque compartimos con ellos algo de más peso que una marca de jean o una cuenta en Facebook. Algo que hace a la condición humana, que eleva o profundiza eso que, al fin y al cabo, no es más que cotorreo de conventillo, como Stevenson definió a la novela. Algo en la maraña de palabras provoca en nosotros, sus lectores, no sólo curiosidad e interés, sino también horror y compasión: aquello que Ulises siente cuando Atena le dice (en el Ayax de Sófocles) que su enemigo ha perdido la razón: “Me conmuevo por él, pobre infeliz, a pesar de que fuera mi enemigo. Su suerte es como la mía, porque veo en él, como en todos los que estamos vivos, que no somos más que fantasmas y sombras pasajeras”. Los personajes de Homes, en cambio, con sus locuras e infelicidades, nos interesan, pero no nos conmueven.

Ojalá nos perdonen. A. M. Homes. Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2014. 650 páginas. 24,90 euros

 

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_