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Burning Man: esto no es un festival

Durante una semana, el desierto de Nevada (EE UU) se convierte en una gran fiesta contracultural

Raquel Seco
Una de las instalaciones del Burning Man en Nevada.
Una de las instalaciones del Burning Man en Nevada.Jim Urquhart (Reuters)

Arena en la cara. Arena en el pelo y debajo de las uñas y en la boca. Tanta arena que una semana después aún la irás encontrando en sitios insospechados. Los que bailan salsa bajo la carpa, cóctel de ron y coco en mano, están cubiertos de una capa blanca. Un chico se acerca y grita al oído: “¿Es tu primera vez?”.

Si la respuesta es sí, es probable que la conversación adquiera cierto tono eufórico, que salten granos de arena cuando gesticule y pronuncie la frase recurrente: “No, ¡esto no es un festival!”.

A lo largo de la semana que dura Burning Man (Hombre en llamas en inglés), un evento anual en el desierto de Nevada (EE UU), las decenas de miles de participantes lo llamarán de otras maneras: experimento sociológico, espectáculo sin espectadores, laboratorio de contracultura, parque de atracciones gigante para adultos... La ciudad temporal de Black Rock City es una red ordenada y delirante de calles y avenidas en medio de la nada, y al pisarla por primera vez decenas de personas desnudas, vestidas de marciano, de bailarina, de mago, de ejecutivo, gritarán al recién llegado “¡Bienvenido a casa!”. El no festival arrancó el lunes pero las actividades de ese día se cancelaron por una tormenta de arena.

Quien acude se hace cargo de su comida, agua y sitio donde dormir

Todo esto ocurre a cuatro horas en coche de Reno, una especie de Las Vegas en versión pequeña y menos espectacular. El impacto que causa pasar de los casinos en el vestíbulo de cada hotel a la planicie blanca, o viceversa, es memorable. Pero hay mucho más: Burning Man se rige por un decálogo de principios utópicos que durante siete días funcionan. Quien va se hace cargo de su comida, agua, el sitio donde dormir, las duchas que funcionan con energía solar y las toallitas húmedas, que ocupan menos y ayudan en la batalla (imposible de ganar) contra la arena. A la venta solo hay café, hielo y limonada. Los patrocinios privados, que codician este reducto de excéntricos, también tienen cerrado el paso. En 2013, los camiones de mudanzas llevaban el nombre de la empresa tapado con cinta de embalar.

Un día en Burning Man cuestiona prácticamente todo lo que uno espera de un festival. Puede sonar a delirio hippy pero el hecho es que miles de personas sobreviven entusiasmadas en un entorno hostil (temperaturas sucesivamente altísimas y bajísimas, tormentas de arena que impiden ver a un palmo de distancia, granizo). Los artistas crean esculturas y performances, las carrozas pueden tener forma de carabela o de ojo gigante. Un paseo en bicicleta por Black Rock City puede incluir trazos de sandía, cerveza, piropos, asesoría laboral, helado, bodas ficticias, conferencias, clases de yoga, debates sobre tecnología, masajes, champán, hamburguesas... Todo gratis y ofrecido con una sonrisa. Los más veteranos tienen el reflejo automático de recoger todo papel, pluma o lentejuela a su paso (no hay papeleras). Si el campamento deja sucio el terreno que le adjudica la organización, corre el riesgo de no volver a conseguir el permiso el año siguiente. La élite de Silicon Valley se mezcla con artistas, nómadas, familias, jubilados. El cinismo, dicen, se pierde en algún punto de este desierto.

Esta ciudad es una red ordenada y delirante de calles en medio de la nada

“Explicar Burning Man a alguien que nunca ha estado es como intentar explicar cómo es un color a un ciego”, dice la organización. ¿Pretencioso? No es raro que los amigos de los burners digan que sí, que suena sospechosamente a secta. Burning Man empezó como una reunión de amigos cuando, en 1986, Larry Harvey y Jerry James quemaron una figura de madera en una playa de San Francisco. La leyenda habla de un gesto simbólico después de una ruptura sentimental del primero, pero los fundadores siempre han dicho que es uno más de los mitos que rodean al ¿festival? y que Harvey y compañía celebraban el solsticio de verano.

La participación en la playa siguió creciendo hasta que, en 1990 y con menos de un millar de personas, se trasladó al desierto. Desde entonces ha vivido un boom: 8.000 participantes en 1996; 15.000 en 1998; 23.000 en 1999... 68.000 el año pasado. Las entradas, que se venden por Internet en varios momentos del año por 380 dólares (unos 290 euros), la mitad para quienes prueben bajos ingresos, se agotan en minutos y pagan las facturas de esta locura que cuesta más de 26 millones de dólares.

Vista aérea de Black Rock City, donde se celebra el festival.
Vista aérea de Black Rock City, donde se celebra el festival.J.U. (Reuters)

Cuando el ¿festival? tomó estas proporciones, la organización empezó a operar como sociedad de responsabilidad limitada, con 30 empleados (unos 2.000 voluntarios trabajan gratis para construir, vigilar o limpiar). Seis personas, entre ellas Harvey, forman el consejo de administración, pero desde este año Burning Man se ha transformado en organización sin ánimo de lucro. Algunos burners critican los hipotéticos grandes beneficios que podrían recibir los directivos cuando abandonen el consejo. También tildan al Hombre en llamas de esnob y de haberse vendido, y llama la atención la casi nula diversidad racial (un 80% de los habitantes de Black Rock City se definió como de raza blanca en 2012). Ha trascendido que algunos ricos se instalan en tiendas con aire acondicionado y cáterin y vulneran las normas que sigue la mayoría.

“Leí mucho sobre el tema antes de ir, pero lo cierto es que es de esas experiencias que has de vivir y que no se pueden explicar”, dice Santi Llobet, fotógrafo español que acudió en 2011. “Es distinto a todo lo que vayas a experimentar en tu vida. Es un desafío, físico y mental. Pero esa es su belleza”, dice Matt Kirkey, canadiense de 33 años. “Podría intentar explicarlo, pero aunque he estado cuatro veces, todavía me faltan las palabras para hacerle justicia. Por eso sigo yendo”.

En el aeropuerto, de vuelta, se reconocen por el rastro de arena que dejan por el suelo. A veces, al cruzarse, se sonríen entre ellos.

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Sobre la firma

Raquel Seco
Periodista en EL PAÍS desde 2011, trabaja en la sección sobre derechos humanos y desarrollo sostenible Planeta Futuro. Antes editó en el suplemento IDEAS, coordinó el equipo de redes sociales del diario y la redacción 'online' de Brasil y trabajó en la redacción de México.

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