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“Todo lo que ha ocurrido lo he vivido como un nuevo rico sentimental”

El cantautor y poeta Joaquín Sabina habla desde la cocina de su casa en Madrid

Jesús Ruiz Mantilla
Joaquín Sabina, retratado en su casa de Madrid.
Joaquín Sabina, retratado en su casa de Madrid.Samuel Sánchez

A punto de hacer las maletas hacia el cono sur, con gira en Argentina, Uruguay, Paraguay y Perú, Joaquín Sabina, patrón del navío de las gargantas rasgadas, poeta de la tiniebla en la acera urbana, socarrón de nuestras plausibles desgracias, nos recibe en la cocina de su casa y esgrime encima de la mesa un whisky que parece cuádruple a la una de la tarde y un batallón de Ducados por encender para alumbrar con humo la conversación…

Pregunta. ¿Y la salud?

Respuesta. Mejor que hace años, todo más controladito y eso.

P. ¿Controladito? ¿Con este arsenal?

R. Esto del tabaco y la copa es solo cuando doy entrevistas, porque si no ando lúgubre y adormecido a estas horas de la mañana. El whisky tiene mucha agua, eh. Estoy mejor que hace ocho o diez años, tengo un principio de enfisema, como es normal, y algo de lo que no se muere uno, hernia de hiato. Pero no tengo colesterol.

P. Tan sano que se vuelve para América.

R. Me he inventado como excusa algo que está muy de moda entre músicos de mi quinta: elegir el disco que más te gusta, cantarlo entero y luego ofrecer algunos temas que solemos interpretar poco. El elegido es 19 días y 500 noches, el único cuyo 90% del total sigue vivo, a mi juicio.

DNI urgente

Nació en Úbeda (Jaén) el 12-2-1949 y volvió a hacerlo en 2001, tras superar un ictus. Se ha dedicado a cantar, a escribir y, sobre todo, a vivir.

P. Debió de sufrir para parir ese disco. ¿Le va el sadomaso a la hora de componer?

R. También disfruté de lo lindo. Fue, como diría Gil de Biedma, el último verano de mi juventud. Conseguí alargarla de manera suicida hasta los 50. Inmediatamente después vino el ictus… Fue la última vez en que me podía tirar tres noches sin dormir escribiendo la misma canción.

P. Después del ictus llegó la nube negra. ¿Se fue por completo?

R. Me recuperé muy rápido, vino la euforia y después una depresión. Rara… No me quería morir, pero tampoco ver a nadie. No salía del dormitorio. Tampoco abría la puerta. Ese tipo de bajones quedan ahí agazapados. Sigues viviendo y sabes que llevas dentro un enemigo que en cualquier momento enseña las uñas. Un día, Luis García Montero, mi amigo poeta, llegó a mi casa de Rota con una letra y me dijo: “¡Mira, cabrón, esto es lo que deberías estar escribiendo en lugar de andar ahí escondido!”. De ahí salió la canción, con esa belleza de texto.

P. ¿Qué esperaba usted de la vida? ¿Con qué derecho se metió en una habitación?

R. A mí me emocionó mucho escuchar el otro día a Pepe Mujica, presidente de Uruguay. Contó que cuando estaba en una celda de aislamiento, lo que echaba de menos era que no le dejaran leer. Yo, mientras estuve deprimido estuve leyendo. Con un libro entre manos, sabes que no estás solo.

P. Tiene aquí usted un museo impactante en su cocina con las fotos: del rey Juan Carlos a Fidel Castro pasando por el Dalai Lama cabe todo. ¿Mitómano?

R. A Fidel lo conozco mucho.

P. ¿Y qué me cuenta de él?

R. Que las revoluciones envejecen como las personas y algunas lo hacen mal.

Alargué de manera suicida mi juventud hasta los 50... y luego vino el ictus”

P. ¿Le ha dicho eso a la cara?

R. No, a él no, porque hace 10 años que no lo veo, pero sí se lo diría. Le solté algunas barbaridades y él parecía encantado de que se las dijera. Le pregunté si los cubanos le hablaban como yo y respondió: “Generalmente no”.

P. ¿Se veía con 30 años como ahora?

R. Yo no tenía ningún proyecto. Y si lo tenía no era este, sino algo mucho más abarcable: ser profesor de literatura de enseñanzas medias en un instituto machadiano. Durante los fines de semana escribiría mi Ulises, como Joyce, una obra que no iba a entender nadie pero que me iba a dar mucho prestigio. Nada que ver con lo que ha pasado.

P. ¿Ni cuidarse la voz?

R. Eso sí, yo antes me pasaba las noches en los bares y eso era lo que me destrozaba absolutamente, ahora no grito, no hablo entre concierto y concierto y sé muy bien cuál es mi tesitura para no quedar afónico. A mí me gustaba estar solo en tres o cuatro lugares donde nadie me molestaba, escribiendo. Eso se acabó.

P. ¿No se ha construido usted una leyenda a medida en dicho sentido? Dígame una canción que le saliera redonda a las tres de la mañana frente a una barra.

R. La respuesta correcta es el 80% de todas.

P. ¿Rodeado de…?

R. Drogas blandas y mujeres duras… O con la complicidad de dueños de locales que me pasaban una copita y un canuto mientras escribía. Pero no he hecho de eso ni una lírica, ni una épica, ni una leyenda, simplemente me gustaba y lo he venido practicando desde los 18 años junto a gente que venía de trabajar y se dirigía a lugares que tenían más que ver con la transgresión que con la familia, el municipio o el sindicato.

P. ¿Cuál de los trabajos de supervivencia le marcó más?

R. Trabajos normales, muy pocos. Antes de descubrir en Londres que cantando y pasando la gorra se ganaba más que limpiando platos, pues… Uno que tuve, no exactamente de enterrador, pero sí en un hospital. Cada vez que se moría alguien ibas, lo peinabas, le dabas un puntito de maquillaje y lo metías en el frigorífico hasta que llegara la familia. Ahí aguanté tres o cuatro meses porque daban habitación.

P. Londres le pega muy poco. ¿A qué se largó allí?

R. Pues fueron los años más importantes de mi vida. Estuve entre los 20 y los 27 y no sería cantante de no haber pasado por eso. Sin embargo, no aparece en mis canciones y si lo hace, no se nota. Como mi pueblo, Úbeda, territorio mítico de la infancia.

Le solté algunas barbaridades a Fidel Castro, y él parecía encantado”

P. Un homenaje suyo se merecería. ¿A qué ese rechazo?

R. No es rechazo. En ciudades así, la vida era muy triste. Lo que me pasó a partir de entonces fue mucho más aprovechable. Todo lo que me ha ocurrido lo he vivido como un nuevo rico sentimental.

P. ¿Sigue desvelando la frase que le dejó su padre antes de morir?

R. Sí. Se incorporó y dijo: “¿De dónde sacarán tanto dinero las diputaciones?”. He dedicado mi vida a desentrañarlo pero me voy a morir como él, sin enterarme.

P. Aparte de eso, ¿qué le debe a su padre?

R. Pienso mucho en ello: creo que cierta bondad y afición a los libros. Él era un poeta de campanario, de esos que recitan en bodas y entierros, todo muy bien rimado y sin mucha sustancia. Había sido seminarista.

P. Y policía.

R. Esa sí es una gran historia. Del seminario lo saca la República y se pasa al lado franquista. Estaba solo y nadie le escribía. No había conocido hembra. Pero había una institución de la Falange, Las madrinas de guerra, señoritas de familia que escribían cartas y mandaban chorizos a los pobres soldados que luchaban por Dios y por España en el frente. Mi madre estaba al borde de ser una solterona, la convencieron a través de un hermano, amigo de mi padre, para que le escribiera cartas y de ahí vengo yo.

P. ¡De una relación epistolar! Papel y tinta hecha carne. ¿Un niño modélico?

R. No fui especialmente desobediente hasta que les di el disgusto de exiliarme a Londres. Aunque primero pasé por Granada y a eso debo mucho; empecé a ver poetas de verdad, izquierdosos de verdad, chicas que hasta se dejaban tocar, incluso de verdad.

P. ¿Le traumó el sexo?

R. Me gustó mucho, eso no duele, sólo si te lo quitan de mala manera.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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