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PURO TEATRO

Canta, Winnie, canta

Emma Vilarasau deslumbra en el Lliure con 'Días felices', bien secundada por Òscar Molina El clásico de Samuel Beckett es uno de los más sutiles y afinados montajes de Sergi Belbel

Marcos Ordóñez
Emma Vilarasaru y Òscar Molina, en un momento de la representación de 'Días felices'.
Emma Vilarasaru y Òscar Molina, en un momento de la representación de 'Días felices'.Ros Ribas

1. Éxito rotundo  de Días felices (Happy days / Oh les beaux jours, 1961), de Samuel Beckett, en el Lliure de Gràcia. Teatro lleno cada noche y ovaciones para Emma Vilarasau y Òscar Molina, y para Sergi Belbel, traductor al catalán (Els dies feliços) y director, que firma uno de sus mejores trabajos: preciso, clarísimo, sin concesiones ni extravagancias. Del pétreo montículo creado por Max Glaenzel brota Winnie “como un pezón en un pecho”, decía Beckett, con su gusto por las metáforas sorprendentes, pero siempre terrenales, específicas. No hay absurdo en Beckett, nunca. Podríamos pensar que estamos en un mundo posapocalíptico, pero yo creo que, pura y duramente, estamos en el territorio de la vejez. Para mí, Días felices es una obra sobre la vejez, como El rey Lear. Sobre el desamparo esencial de la vejez. Cada vez que la veo pienso en la pareja Renaud-Barrault. No interpretándola en escena, no en el Récamier, sino en aquella preciosa y terrible foto, ellos dos, muy viejos ya, tomando un poco de sol, aferrándose al sol, en un banco de los jardines del Luxemburgo, casi con los pies colgando, como abandonados muñecos de ventrílocuo. Winnie y Willie habitan un espacio escarpado y feroz, bajo un sol que no deja escapatoria, como la verdad. Beckett siempre buscó la verdad y nunca huyó del conflicto. Recuerdo aquella frase suya: “Prefiero vivir en Francia en guerra que en la Irlanda neutral”. Beckett realista, Beckett combativo, Beckett optimista. Como Winnie. Recuerdo lo que decía Strehler cuando dirigió a Giulia Lazzarini: “Winnie no se suicida, y puede hacerlo: en el primer acto tiene la pistola a mano. Nadie se ha suicidado nunca en una obra de Beckett”. Un día entró en la sala de ensayos del Piccolo agitando una cita de Camus: “¡Tenemos que imaginar a Sísifo feliz!”. Una nota en su cuaderno de dirección: “¡Fuga dall’autocoscienza della tragedia!”.

Días felices es una tragedia optimista y un gran retrato femenino. Winnie, esa hermana de Molly Bloom, rebosa humor, un humor nacido del pragmatismo: una forma de resistencia. Suena el timbre perforador y ella despierta, como la actriz a la que vuelven a llamar a escena: hay que hacer la función. Otro día divino, dice, y no finge. Considera Winnie que no tiene derecho a quejarse, que lo que sucede (estar enterrada hasta la cintura en un desierto, junto a un marido que apenas puede hablar) son pequeñas desgracias sin remedio. Le maravilla que en su cuerpo apenas haya dolor (“nada mejor”) y que el sol siga saliendo cada día, aunque le incendie el paraguas y el cerebro. Tiene a su lado una bolsa cargada con los mínimos mimbres de la esperanza, y la pistola cargada también por si la esperanza falla, y se obstina en seguir cantando su vieja canción, entre el timbre de la mañana y el timbre de la noche.

Mi padre, que era un hombre atormentado, solía decir: “Cualquier día sin tierra encima es un buen día”, y aunque en el segundo acto Winnie está ya con la tierra al cuello y han crecido la angustia y el dolor, precios de la lucidez, todavía puede respirar, oír, ver. Aún no ha perdido la razón: le queda la palabra, como en el poema de Blas de Otero. Caigo en la cuenta de que la estructura de Días felices es muy parecida a la de Esperando a Godot. En el segundo acto cae también la noche, aunque aquí sea un sol rojísimo, una claridad que parece venir de Marte, el planeta de la guerra. Winnie tiene la pistola cerca, pero ya no puede alcanzarla. A ratos alucina y grita como una mendiga loca. Los ojos ahogados, desbordados por las lágrimas. Se diría que su acción, su objetivo principal, es no dejarse vencer por la angustia, cada vez más incontenible. En su monodia se encabalgan el miedo y la ira. Lucha por atrapar lo mejor del pasado, porque el presente se enflaquece por momentos y queda escaso futuro. Ahí llega Willie, y parece claro lo que ha venido a buscar, pero a Winnie todavía le quedan fuerzas para cantar el vals de la Viuda alegre, su himno de combate.

La única pega: que Sam Beckett me perdone, pero 'Días felices' siempre se me ha hecho larga

Ha de ser dificilísimo dirigir e interpretar esa férrea partitura de acciones mínimas (sonrisas incluidas) y ese texto que brota sin aparente ilación, alternando relámpagos de luz y vacíos de conciencia. Beckett enviaba cartas y más cartas a Alan Schneider, su director americano, tratando de fijar hasta el último detalle. Dirigiendo, vaya, que es lo que acabó por hacer. “Al principio te vuelves loca con las acotaciones”, recordaba la semana pasada en La Vanguardia Vicky Peña, que interpretó a Winnie, “pero luego descubres que te ayudan a fijar el texto”.

Emma Vilarasau hace un trabajo excepcional, con todos los matices imaginables. Es una Winnie vital, apasionada, luchadora, realista, lúcida, aniñada, melancólica, lírica, burlona, payasa, furiosa, aterrorizada, desesperada, invicta. La iba viendo y veía un caleidoscopio de rostros. Rostros de Winnie y rostros de actrices que la precedieron en su encarnación, como Rosa Novell, Vicky Peña, Carme Sansa, o que formaron parte del universo beckettiano, como Anna Lizarán, memorable Vladimir en Godot. Y el Willie de Òscar Molina, reptando por el pedregal, farfullando los anuncios del periódico, hace pensar en un cruce entre una araña desnortada por el insecticida y el eduardiano coronel Blimp de Roger Livesey. La única pega: que Sam Beckett me perdone, pero Días felices siempre se me ha hecho larga. Extraordinaria, pero larga, especialmente la primera parte. Me pasó con la Lazzarini, con Natasha Parry, con todas sus intérpretes. El segundo acto, en cambio, me parece rotundo y perfecto.

Que me perdone de nuevo: yo creo que esa historia está contada en una hora. Podía hacerlo, como contó La última cinta en 40 minutos. Eso no impide que cada vez que veo Días felices salga elevado del teatro.

2. José María Pou ha presentado en el Goya El zoo de cristal (The glass menagerie, 1945), de Tennessee Williams, en versión catalana de Emili Teixidor: un montaje tan firme como delicado, que ha vuelto a recordarme los trabajos de José Luis Alonso, su maestro. Excelente reparto: Meritxell Calvo (para mí, un rotundo descubrimiento), formidables Dafnis Balduz y Peter Vives, y una poderosa Míriam Iscla que tiene toda la energía de Amanda Wingfield, pero todavía no (todo se andará), su melancolía de caduca southern belle. Se lo cuento la semana próxima.

Días felices (Els dies feliços). De Samuel Beckett. Adaptación y dirección: Sergi Belbel. Intérpretes: Emma Vilarasau y Òscar Molina. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 22 de junio.

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