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IDA Y VUELTA

Envidia de Don DeLillo

Termino 'White noise' por segunda vez y siento más admiración, y también más envidia

Antonio Muñoz Molina
En 'Ruido de fondo' DeLillo atrapó la textura de los ochenta.
En 'Ruido de fondo' DeLillo atrapó la textura de los ochenta.Getty / Universal

Casi al final de White noise, Don DeLillo está contando un episodio trágico y grotesco que incluye disparos y mucha sangre derramada en la habitación de un motel, y una carrera en coche hasta un hospital, una noche de diluvio, en los suburbios de una ciudad ruinosa y sin nombre, una de esas ciudades del Medio Oeste que son los yacimientos arqueológicos de la era industrial. En medio de ese panorama, en el clímax de una novela sobre la que gravita desde las primeras páginas un sentimiento de mortalidad personal y amenaza colectiva, Don DeLillo se detiene a describir un mural que hay en el vestíbulo de urgencias en este hospital católico atendido por monjas ancianas: flotando entre nubes, rodeados por ellas, el presidente Kennedy y el papa Juan XXIII se estrechan las manos, con la alegría de encontrarse el uno al otro en el cielo.

En los años pasados desde mi primera lectura de White noise se me había olvidado que es una novela punteada de golpes de humor, a la manera impávida de Franz Kafka o de Buster Keaton. En un aula universitaria, dos profesores dan a medias una clase sobre sus especialidades respectivas, Adolf Hitler y Elvis Presley. Se cruzan por la tarima, sin mirarse, cada uno entregado a su monólogo, uno de ellos con gafas de sol y con una toga académica, y en el calor de su palabrería, que recuerda las disertaciones ambulantes de Groucho Marx, Hitler y Elvis, acaban pareciendo figuras intercambiables, vidas paralelas, los dos marcados por madres acaparadoras y padres violentos, los dos ascendiendo hacia formas de celebridad que la jerga universitaria de los profesores vuelve indistinguible. Queriendo encontrar el cadáver de la víctima de un crimen, la policía solicita los servicios de una adivina profesional, que después del adecuado trance les indica que busquen en una fábrica abandonada: pero lo que encuentran en ella los policías es un cargamento de armas y un alijo de droga. Resulta que los poderes de la adivina son indudables, pero aproximados, de modo que siempre ayuda a resolver un delito que no es el que le habían pedido que investigara. Una empresa especializada en simulaciones preventivas de catástrofes recluta voluntarios para que se tiren al suelo en mitad de la calle, fingiendo que son las víctimas de un ataque terrorista o de un vertido tóxico: usando un megáfono, uno de los encargados de la simulación instruye a los voluntarios para que, al retorcerse por el suelo, no den gritos, sino que como máximo emitan quejidos ahogados.

Lo muy concienzudamente contemporáneo corre el peligro de volverse pronto anacrónico. En 1985, DeLillo quería atrapar el presente

White noise se publicó en 1985. Leerla ahora, después de un plazo en el que tantos libros que fueron muy celebrados se desvanecen sin rastro, es comprobar la capacidad de persistencia de la literatura, el don que tienen las mejores novelas para encapsular el momento en el que fueron escritas y para seguir durando más allá de él. El tiempo de White noise puede parecer más lejano porque son los años inmediatamente anteriores a los cambios tecnológicos que han marcado la gran línea divisoria en el salto de siglo. Los que vivíamos en él lo reconocemos con cierto estupor, porque casi nada de lo que estaba a punto de suceder se adivinaba entonces. En el mundo de White noise hay neurociencia, hay computadoras, hay desastres ambientales, hay atisbos de ingeniería genética, hay crípticos saberes universitarios construidos casi por completo a base de retorcimientos verbales. Pero en él la gente habla por teléfonos conectados a la pared y escribe cartas a mano o a máquina sobre papel y las envía por correo, y abre el buzón con una llave pequeña esperando algo más que comunicaciones bancarias o propaganda a todo color de pizzerías, y la amenaza de trivialidad y de idiotización cultural está concentrada en los programas de la televisión y en esos tabloides que se encontraban antes junto a las cajas de todos los supermercados americanos, con titulares a toda página sobre la resurrección de Elvis Presley o sobre las pruebas definitivas de que Marilyn Monroe fue en realidad abducida por una nave extraterrestre.

Lo muy concienzudamente contemporáneo corre el peligro de volverse pronto anacrónico. En los primeros años ochenta, Don DeLillo quería atrapar la textura peculiar del presente, tarea en la que le ha sido siempre muy útil su oído para las modas y las rutinas del idioma y su agudeza en la percepción de lo que hay de más chocante en lo más común. Para un lector de 1985 que no estuviera familiarizado con la vida americana —la de verdad, no la fantasía que se representa en las películas—, White noise tendría un brillo raro e inquietante como de ciencia ficción, con esos personajes que habitan de manera casi exclusiva en entornos comerciales perfectamente regulados, que se alimentan de comida precocinada y que se comunican en un idioma medio inerte, hecho de eslóganes y de acuñaciones entre tecnológicas y publicitarias, la lengua muerta de las relaciones públicas, de los eufemismos de los comunicados de prensa y los servicios sociales, de la autoayuda, del misticismo new age. Muchas cosas han venido después que entonces ni se imaginaban, pero otras, quizá las más importantes, las reconocemos en las páginas de la novela como crónicas anticipadas sobre nuestro propio tiempo. Una de ellas, la coexistencia del conocimiento más avanzado con la ignorancia imperturbable y la irracionalidad. Cuanto más sofisticada la ciencia, observa DeLillo, más primitivos los terrores que provoca. En 1985 no había estallado todavía el reactor nuclear de Chernóbil, y había poca conciencia del cambio climático, y faltaba mucho para el atentado contra las Torres Gemelas y los proyectos masivos de vigilancia y control puestos en marcha con el pretexto del terrorismo global. Pero en White noise ya está el miedo a formas de apocalipsis desatadas por la combinación de la estupidez humana y la tecnología, y también la propensión entre publicitaria y política a esconder la realidad y atontar la inteligencia manipulando el lenguaje. En un mundo en el que se ha vuelto aceptable que un Gobierno apruebe la tortura a condición de llamarla técnicas reforzadas de interrogatorio, los eufemismos que usan y aceptan con plena normalidad los personajes de White noise suenan casi a inocencia. Una nube venenosa de productos químicos obliga a la evacuación de millares de personas, pero es menos letal y sus responsables son menos culpables si se la llama Airborn toxic event.

Don DeLillo es un gran aficionado al jazz, y escribió un ensayo lleno de afecto y de conocimiento sobre Thelonious Monk. Los dos tienen en común un sentido extremo de la economía expresiva y una cualidad inmediata de identificación. Dos notas, una sola nota de piano permiten reconocer sin la menor duda a Monk. Una sola frase, una de esas frases que pueden reducirse a tres o cuatro palabras, a veces sin verbo, quebradas por una coma, le bastan a uno para saber que está leyendo a DeLillo. Su prosa es igualmente eficaz en la precisión de los detalles visuales y en la sugerencia de las atmósferas y los estados de ánimo, en la invención poética y en la parodia de los lenguajes degradados. Termino White noise por segunda vez, más de diez años después de la primera lectura, y siento más admiración, y también más envidia.

Ruido de fondo [White noise]. Don DeLillo. Traducción de Gian Castelli Gair. Seix Barral, 2006 / Austral (bolsillo), 2009.

www.antoniomuñozmolina.es

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