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El hombre que fue Jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuidado: contiene ‘spoilers’

No solo he destripado innumerables finales de cine, teatro y televisión, sino que no me importa que me los destripen

Marcos Ordóñez

Cada día descubrimos nuevos motivos de preocupación. Lo de los spoilers, por ejemplo, no es ninguna tontería. Tal como están las cosas, escribir sobre una obra de teatro, una película, una serie o un libro equivale a caminar por un campo minado. ¡Se acabó aquella jovial inconsciencia de antaño! Hay compañeros que alzan rótulos de aviso (“¡Cuidado, spoiler! ¡No siga usted leyendo!”) como si temieran por la vida del lector, aunque secretamente también temen por la suya, como se verá: el caso es temer. O pierden un tiempo precioso (le temps petit qui nous reste à vivre, ya lo dijo el poeta) pensando: ¿será esto que voy a escribir un spoiler?”.

Parece que la palabra viene del verbo “to spoil”, que significa por igual mimar y echar a perder. Un spoiler es alguien (o algo) que te chafa el final, que te cuenta lo que no deberías saber. Es el equivalente moderno del tipo que te decía “Y entonces, cuando el farmacéutico le da con el hacha…”, solo que ahora se le llama spoiler, del mismo modo que no te sirven una magdalena a menos que pidas un muffin. (Pronto se hablará del “muffin de Proust”). Yo entiendo que es molesto fastidiar un final sorprendente, pero es que hace poco a un amigo crítico le afearon terriblemente la conducta porque se atrevió a contar cómo acababa Otelo. Y no es que solo le pusieran verde, es que llegaron a pedir –¡qué digo a pedir! ¡a exigir!– que le echaran del periódico. O sea, que querían acabar con él.

Antes, si uno no conocía el final de Otelo, enmudecía o cabeceaba, displicente, ante su revelación: “Ya, ya. Si es que los celos…”. Ahora la ignorancia es bronca, arrogante. Otro amigo, sociólogo, atribuye las iracundas reacciones ante los spoilers a que tragamos tantos carros y carretas a diario que, para compensar, nos subimos por las paredes por auténticas pequeñeces: “¡Ah, no! ¡Lo del tío este con Otelo es intolerable! ¡Se las voy a cantar bien claras! ¡Hasta ahí podíamos llegar!”.

He consultado a una amiga psicoanalista, que me ofrece una lectura acorde a su negociado: cuando alguien proclama, vehemente, que no quiere que le cuenten el final, está manifestando de un modo palmario (nunca mejor dicho) su miedo a la muerte. La interpretación me parece muy plausible, aunque yo tengo un miedo cerval a la muerte y no solo he destripado innúmeros finales sino que no me importa que me los destripen. Quizás no me importe porque tiendo a olvidarlos. Puedo recordar los datos más peregrinos pero tengo escasa memoria para los argumentos, y pienso que eso quizás se deba a que no me interesa tanto la trama como la forma de contarla. Les aviso, por cierto, de que viene un spoiler, así que no deberían seguir leyendo si no quieren enterarse (metafísicamente hablando) de que dentro de sesenta y dos palabras, si empiezan a contar a partir de ya, va a terminarse este artículo, como se terminan todas las cosas en esta vida. Nos estamos acercando al precipicio, así que lo mejor será seguir las enseñanzas del gran Macedonio Fernández, al que le gustaba tan poco tener que echarle el cierre a sus escritos que los acababa antes de que llegara el final, cosa que me dispongo a hacer exactamente ahora.

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