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Marselona Capital

Oriol Broggi ha logrado llevar al teatro la narrativa de Juan Marsé. 'Adiós a la infancia', adaptación de Pau Miró, llena cada noche el Lliure

Marcos Ordóñez
Xavier Ricart, a la izquierda, y Jordi Oriol, en una escena de 'Adiós a la infancia'.
Xavier Ricart, a la izquierda, y Jordi Oriol, en una escena de 'Adiós a la infancia'. Ros Ribas

Nunca pensé que el mundo de Marsé pudiera trasladarse al teatro, y menos en un encaje de bolillos que entrevera cinco novelas (Si te dicen que caí, El embrujo de Shangái, Un día volveré, Rabos de lagartija y Caligrafía de los sueños) y arma carambolas a muchas bandas: viendo Adiós a la infancia parece que Marsé y Sisa hubieran jugado en la misma calle, y que Pau Miró (adaptador), Oriol Broggi (director) y los entregadísimos intérpretes les contemplaran desde un terrado de otra época.

En este jardín los senderos se bifurcan para volver a juntarse, los tiempos confluyen, y los personajes mutan y se superponen a cada giro, como en una danza chamánica. El Lliure de Gràcia se ha teletransportado hasta los años cincuenta, cuando era la Cooperativa La Lealtad y había baile vecinal cada domingo por la tarde. Bajo las guirnaldas, en una tarima, Sisa se convierte en Mario Visconti, tupé plateado, chaqueta roja, acompañado de la Orquestina Sensación, y nos recibe a los sones de Perfidia y La morena de mi copla. Acaba la fiesta y vuelve a soplar el viento antiguo, de otoño adelantado, que estremece las hileras de gallardetes como en una playa vacía. A lomos del viento, la voz del escritor, del jefe de pista, nos recuerda que “todo esto sucedió hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más real”.

Ringo, el chaval de Caligrafía de los sueños, el eterno hijo en busca de padre de las novelas de Marsé, se ha quedado encerrado, de madrugada, en la sala de baile, el viejo teatro que va a llenarse de fantasmas. Se abre una puerta que da a un pasillo oscuro, con un garabato de humo flotando bajo la luz triste: aplauso para Sebastià Brosa, el escenógrafo. Vuelven los antiguos compañeros de juego, El Java, El Tetas, Sito, Cazorla, que en corro cuentan aventis de cine de barrio y novela de quiosco, ensoñaciones en las que Arizona tiene mar y un piano negro refulge en el Valle de la Muerte. Sisa canta Sabor de barrio invocando a su cofrade Gato Pérez para que se sume al conjuro y lo bendiga. Los músicos son Carles Pedragosa (piano, acordeón), Marc Serra (guitarra), más los actores Jordi Oriol, que toca el saxo, y Xavier Ricart, a la percusión. Oriol Guinart da vida a un Ringo perfecto de seriedad y empecinamiento. Está formidable Xicu Masó como el capitán Blay, que toma a Ringo/Daniel (o Daniel/Ringo) como escudero, y envía a un pijo fascista a la quinta puñeta en una graciosa escena o clava una última gran frase (“Siento la necesidad urgente de oler claveles”) con esa mezcla de verdad naturalista y poderío mítico que mostró en Mequinenza, aquel paseo por el mundo de Jesús Moncada, del que este espectáculo está muy cerca, en destilación y estrategias. Jordi Figueras, un actor que siempre conmueve, con una rara pulsión lírica, es un fugaz inocente de barrio, y un marino varado en tierra, con aire de invicto general sudista, y Marcos Javaloyes encerrado en su refugio, hablando con las palabras de Jan Julivert Mon: así funciona el baile fantasma, el carrusel caleidoscópico. Del enorme Sisa recordaremos no solo las canciones, muy bien elegidas por Broggi, especialmente la recuperación de Per camins de sorra il.luminats, extraordinario bolero onírico que se ajusta como un guante a la melancolía y el ensueño de la propuesta, y el momento en el que, ataviado de obispo, baila con Java (Jordi Oriol) y le susurra “llámame Gregorio”, como un tal Modrego, sino sobre todo esa mirada tierna y desolada que parece lanzar sobre su propia infancia, contemplando ese turbión de pasado desde una mesa de bar, en mangas de camisa, como Goyeneche en Sur, la película de Pino Solanas.

Alicia Pérez arranca un poco externa como la Betibú de El embrujo, pero hay que verla y oírla en el rol de Aurora, la puta de las katiuskas de Si te dicen que caí, en ese rotundo monólogo donde evoca la vida de preguerra y las primeras muertes, que Broggi remata bella e inesperadamente con los planos finales de Centauros del desierto, y transmutada luego en la señora Mir de Caligrafía, echándose a las vías de un tranvía inexistente, y la pelirroja de Rabos, soberbia cuando le cuenta a su hijo la verdad sobre la fuga del padre, barranco abajo. Mar del Hoyo, nueva en esta plaza, es un soplo de frescura desde su primera aparición, bailando en la eternizada tarde de domingo, y después encarnando a Susana Franch, la muchacha tuberculosa de la calle Camelias. Tiene una química superlativa con Oriol Ginart en las escenas, íntimas y sensuales en que parecen estar solos en el mundo, con la cama a guisa de tabla de náufragos, sin olvidar su aparición (literal), rubia platinísima, como el espectro fugaz y juvenil de Carmen Broto. Hablando de apariciones, también podrán ver ustedes en un cameo de lujo al Pijoaparte (Xavier Ricart), que “viene de otra época y de otro aventi”, y mea un instante sobre el rostro del Dictador antes de largarse hacia una verbena de Sant Gervasi. Ricart borda los acentos rabiosos y dolientes de Palau, llorando de asco al contemplar el desfile de los nacionales por la calle Salmerón, o en la conmovedora visita final del padre de Rabos, y está impecable en la escena, ya citada, del fascista motorizado. Todos los intérpretes lidian con el envite de dar veracidad a unos diálogos que parecen engañosamente “naturales”, pero son estilizados y a ratos algo retóricos. La función, única pega, resulta larga, como sucedía en mayor medida en 28 i mig, el anterior montaje de Broggi. Se comprende que director y adaptador estén enamorados de las novelas, pero, aunque suene horriblemente ministerial, creo que se impone una combinación de ajustes y recortes. Parafraseando a la revista El Jueves, Broggi parece decirnos: “Este es el final, pero tenemos más”. La muerte de Blay podría ser un colofón perfecto, con esa versión casi dylaniana (armónica incluida) de El seté cel, aunque es verdad que son muy bonitas la despedida de Daniel y Susana, y la huida de Marcos y Aurora, y el adiós del padre muerto. Se me ocurre, a bote pronto, sugerir que salte el redundante interrogatorio de Java, aunque quizás no sea suficiente. Adiós a la infancia es un trabajo memorable: con media hora menos, podando de aquí y allá, yo creo que quedaría redondo.

Adiós a la infancia. A partir de textos de Juan Marsé y música de Jaume Sisa. Dramaturgia: Pau Miró. Dirección: Oriol Broggi. Intérpretes: Jordi Figueras, Oriol Guinart, Mar del Hoyo y otros. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 4 de enero.

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