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Columna
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La realidad quebradiza

Maestro del cuento, autor de relatos fantásticos, Merino gana el Nacional de Narrativa con su novela más realista

José María Merino, en una imagen de 2008.
José María Merino, en una imagen de 2008. ÁLVARO GARCÍA

Aunque sea un maestro del cuento —y un teórico, ojo, del género—, aunque sea un estupendo escritor de relatos fantásticos —y un teórico, ojo, del género—, José María Merino, que tiene casi todos los premios, los más prestigiosos, acaba de obtener el que —no sé si sorprendentemente— le faltaba, el Nacional de Literatura. Ah, pero ¿no lo tenía por La orilla oscura (Alfaguara, 1985)?, que para este lector sigue siendo uno sus mejores libros y uno de los grandes títulos de lo que, entonces, mediados de los ochenta, se empezó a llamar, una vez más, nueva narrativa hispánica. No, por La orilla oscura obtuvo el Premio de la Crítica: ah, bueno. Y ciertamente, sí, desde que en 1976 ganara el entonces significativo Premio Novelas y Cuentos —denominación que le iba y le va como anillo al dedo— con Novela de Andrés Choz, un libro no muy al uso de los entonces usos literarios del periodo de postardíofranquismo —perdón por el barbarismo—, Merino, ese leonés que nació lejos del Viejo Reino, dado que lo hizo en A Coruña —como ponen ya desde hace tiempo las solapas de sus libros, y en el 41: es, pues, un señor mayor en envidiable buena forma literaria—, ha transitado por terrenos fantasiosos, de largo recorrido, sus novelas, urbanas o rurales, hispanas, o latinoamericanas (me atrevería a decir que pocos escritores peninsulares se han acercado con tal curiosidad a terrenos literarios de la otra orilla de la mancha del idioma común), o de menor distancia, aunque no de menor intensidad, como es el cuento y, desde luego, el microrrelato, esa cosa tan en boga, en ambas orillas, y en la que él destaca sobremanera sin avasallar.

Y ahora, qué cosas, le han dado el premio mayor, el de Narrativa 2012, a la tal vez su novela más realista, junto a otra novela, que uno desde su capricho prefiere con todo: El heredero, de 2003. El río del Edén, su novela ahora premiada, es, sí, uno de sus relatos más realistas, aunque, como es habitual en la narrativa de Merino, lo mágico, el mito, lo edénico, la pérdida del paraíso —algunas de sus obsesiones literarias— no están ausentes, en ese viaje iniciático —el viaje como fuente de conocimiento es otra de sus obsesiones— de un padre, con sus secretos y frustraciones, culpas y resentimientos, reproches y errores en el macuto, que acompaña a su hijo, un chicodáun —con síndrome de Down: acaso el precio a pagar por unos padres que huyeron o fueron expulsados del paraíso—, a aventar las cenizas de su mujer, de su madre. Arriesgando con una segunda persona —un tú difícil de sostener a lo largo de toda la novela, y lo consigue—, apurando con ciertas dosis de sentimentalidad que se puede en algún momento despeñar en un fácil sentimentalismo, Merino logra mantener el equilibro al pie del precipicio. Como un caballero sureño. Y salir airoso, y es que, como se titulaba una antología de cuentos suyos (Páginas de Espuma, también 2012), la realidad siempre es quebradiza. Lo demás es oficio y acierto. Talento.

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