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El cine venezolano que prescinde de las malas palabras

'Pelo Malo' y 'La distancia más largas' son señales de la evolución de un sector que no se despegaba de las historias sórdidas

Un fotograma de la película venezolana 'Pelo malo'.
Un fotograma de la película venezolana 'Pelo malo'.

De la calidad del cine venezolano pueden dar fe dos películas sin fecha de estreno en el país que han obtenido sonoros reconocimientos. El más destacado ha sido sin duda la concesión de la Concha de Oro a Pelo Malo, de Mariana Rondón, en San Sebastián, pero también la debutante Claudia Pinto, residente en España, obtuvo el Premio del Público en el Festival de Montreal con La distancia más larga, un certamen de clase A. Con dos galardones tan importantes y la gran cantidad de filmes estrenados este año es de esperar que la industria local pase por su mejor momento desde que en 1897 los hermanos Trujillo Durán estrenaran el primer cortometraje llamado Muchachas bañándose en la laguna de Maracaibo.

A todo esto se suma el decidido apoyo que le ha dado el Estado al sector a través de varias estrategias: la creación de la Villa del Cine, con todas las facilidades para albergar rodajes; la Ley de Cinematografía Nacional, que obliga a los exhibidores a dejar los trabajos audiovisuales nacionales un mínimo de dos semanas en cartelera, y la creación de un fondo en el que participan todos los actores involucrados en la industria audiovisual (Fonprocine). El del cine es quizá uno de los sectores menos golpeados por la polarización política. Además, agrega José Pisano, director general de Cinematográfica Blancica, se ha logrado romper el prejuicio de que el cine venezolano solo contaba historias de prostitutas y delincuentes.

Salvo excepciones como las críticas propuestas de Diego Rísquez –Bolívar, Sinfonía Tropikal o América Terra Incógnita– o Franco Rubartelli –Simplicio– había una constante apología a la marginalidad o una épica de la delincuencia. Era curioso ver a los cineastas de la época denunciar a través del arte las disfuncionalidades del Estado venezolano en producciones de deficiente factura técnica, con fallas en la sincronización del sonido y el movimiento de los labios de los actores, peor iluminadas y llenas de vulgaridades. Los venezolanos son groseros por antonomasia pero experimentaban una inexplicable vergüenza cuando las palabrotas que siempre pronuncian se proyectaban en las salas oscuras.

Hoy el panorama es distinto. Hay una variedad de temas y una aceptable realización. En lo que va de año se han estrenado 16 películas, que incluyen tres coproducciones y dos documentales. La cinta más taquillera de 2013 –La casa del fin de los tiempos, con 515.000 espectadores– es la primera propuesta de cine de terror en Venezuela. La asistencia, no obstante, está lejos de las cifras alcanzadas por un viejo filme de César Bolívar –Homicidio Culposo– que pasó del millón de espectadores en 1984. Esos 16 trabajos han sido presenciados por poco más de dos millones de espectadores. Pisano dice que no es el mejor año del cine local, pero no tiene dudas: el crecimiento ha sido sostenido y los resultados así lo demuestran. Azul y no tan rosa, de Miguel Ferrari, seleccionada para representar al país en los premios Goya 2014, acumula 566.000 espectadores. Fue estrenada en noviembre de 2012.

Entusiasmado con los galardones de Rondón y Pinto y la presencia constante de películas nacionales en la cartelera, vi una de estas noches La casa del fin de los tiempos. Su novel director, Alejandro Hidalgo, ha construido un trabajo desigual en el que se rescata un correcto manejo del suspenso y una sugerente escenografía, realzada con el magnífico trabajo del director de fotografía Cezary Jaworski. La factura técnica y la dirección de actores son los puntos más bajos de esta propuesta. La actriz Ruddy Rodríguez, una exitosa protagonista de telenovelas, perturbador objeto del deseo masculino en la década de los noventa, encarna a una anciana que regresa a la casa donde asesinó a su esposo y desapareció su hijo. El maquillaje deficiente –a veces parecía que su rostro estuviera cubierto por una bolsa de látex rota– y los distintos registros de su voz de anciana –a veces hablaba con la entonación de una viejecilla de cuento de hadas y en otras apenas disimulaba su clásico timbre– le restan credibilidad a la interpretación. En todo caso, celebré en la intimidad de aquella sala llena de espectadores la dosificación de las groserías y comprobé que sí es posible desarrollar historias decorosas. Ya no hay motivos para avergonzarse del cine que se hace aquí.

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