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61ª edición del festival de cine de san sebastián
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Este caníbal ni aterra ni conmueve

La forma es de lujo en la nueva película de Manuel Martín Cuenca pero nunca me siento implicado en esa presunta tragedia Mi alivio es infinito cuando aparece la palabra "fin" en 'Octubre/Noviembre'

Carlos Boyero

La obsesión del pulcro e inexpresivo sastre que protagoniza Caníbal se revela al comienzo del argumento. O sea, que no le hago la faena a ningún futuro espectador al contarlo. Este hombre vocacionalmente solitario, virtuoso en su heredado oficio, tan parco en su lenguaje como en sus gestos, dedica su tiempo libre a asesinar mujeres que han deseado antes sus ojos, a filetearlas cuidadosamente, guardarlas en la nevera y zampárselas sin prisas y sin pausas. Inevitablemente, pienso en otros personajes del cine con patología tan insana. Recuerdo haber pasado miedo, también haberme conmovido con la declaración de amor que le hacía aquel carnicero pueblerino y tan simpático que no podía dejar de matar niñas a la maestra que solo era capaz de ofrecerle su amistad en la gran obra de Claude Chabrol El carnicero. Ese monstruo me había conmovido en su tragedia. Y todos sabemos que el auténtico héroe de El silencio de los corderos es el sofisticado y penetrante doctor Lecter, aunque lo que más le apetezca sea degustar el hígado y el corazón de sus víctimas. Lo único que perdura en mi memoria de El viaje de Felicia,protagonizada por otro sistemático degollador de hembras perdidas, es la interpretación de ese espléndido actor, canijo y gordo, llamado Bob Hopkins.

Intento decir que para que me interesen las abyectas historias de caníbales, en ellas me tiene que enganchar el suspense, sentir terror frío o caliente hacia el personaje, incluso un poco de piedad o de fascinación por la devastada naturaleza síquica de la bestia, ya que conozco un millón de temas que me pueden atraer más que el de un tío comiéndose a sus semejantes. Y en Caníbal, dirigida por Manuel Martín Cuenca, un virtuoso manejando la cámara, alguien que domina el lenguaje visual para crear atmósfera , sugerir, otorgar sentido a la elipsis, contar, tengo la sensación de que me da igual el pasado, presente y futuro de su protagonista, que ni su tortura mental, ni el enamoramiento que le impide ser fiel a sus depredadores instintos, ni su impenetrable soledad, me conmueven lo más mínimo.

La forma es de lujo, las secuencias en Sierra Nevada crean hipnosis visual, la actriz rumana Olimpia Melinte desprende veracidad con su voz y su rostro, el excelente actor Antonio de la Torre cumple escrupulosamente las órdenes del director componiendo ese personaje más hierático que inquietante, pero en ningún momento me siento implicado en esa presunta tragedia, miro y escucho con relativo interés las andanzas del caníbal, me estoy temiendo con la aparición de cristos y vírgenes que haya que recurrir al simbolismo y a la alegoría para entender la sicología del asesino. Al final me pregunto: ¿Qué han pretendido contarme? Si durante el viaje hubiera disfrutado mucho, no me plantearía preguntas sobre el significado. No me he aburrido, pero sí me he sentido excesivamente distanciado de lo que les ocurre a sus personajes. Estoy esperando algo que no llega.

Un amigo mío entre cuyas infinitas virtudes está la capacidad de argumentación y la racionalidad en sus juicios, alguien que intenta frenar mis excesos verbales y mi agresiva visceralidad, me cuenta al finalizar la película austriaca Octubre/Noviembre, en la cual asistimos a multitud de infartos y estados agónicos de uno de los personajes, pero que no acaba nunca de morirse, que lo único que deseas es sacudirle con un palo en la cabeza para que se vaya a otro mundo de una puta vez y deje de dar la brasa. Si esta es la reacción que provoca en una persona tan templada como mi amigo, imaginen cómo me he he sentido yo durante el desarrollo de una historia narrada de forma plana acerca de una actriz atormentada que regresa a su pueblo al saber que la maltrecha salud del padre, al que cuida su frustrada hermana, está en el crepúsculo. Se supone que ahí van a desvelarse catárticos secretos familiares. Todo ello está contado de forma pedestre, con inútil intensidad emocional, con fatigosas reiteraciones de cosas que ya están explicadas, con el enfermísimo padre resucitando cada dos planos. Su metraje no llega a las dos horas, pero mi alivio es infinito cuando aparece la palabra fin.

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